El 28 de febrero del 2020, el entonces presidente Carlos Alvarado se plantó ante una cámara para comentar el allanamiento sin precedentes de la Casa Presidencial en procura de pruebas relacionadas con el escándalo de la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD). Fiscales, agentes del Organismo de Investigación Judicial, magistrados y miembros de la Fuerza Pública ingresaron a la sede de gobierno y secuestraron cuanto pudiera serles útil, incluidos los teléfonos del mandatario.
“Sobre el allanamiento a la Casa Presidencial, el día de hoy, entiendo que es la forma en que nuestra institucionalidad democrática puede dar a conocer la verdad y dar confianza a la ciudadanía. Este tema debe seguir su debido proceso. Es nuestra voluntad, deseo y deber facilitarlo. Confío en nuestra democracia y en la fortaleza de nuestras instituciones. Ahora es momento de ir adelante y seguir trabajando por este país que tanto amamos”, dijo el mandatario.
Los méritos del caso fueron, desde el inicio, muy discutibles, y en ningún momento se planteó como una maniobra para el enriquecimiento indebido de los gobernantes. En discusión estaba la posible violación del derecho a la privacidad de las personas mediante el manejo de información sensible que el gobierno consideró necesaria para orientar los programas sociales.
Los tribunales aún no se pronuncian en definitiva, pero las palabras del gobernante no admiten duda de su vocación democrática. No habló de abuso de poder ni cuestionó la veloz actuación de la Fiscalía. Tampoco convocó al pueblo a permanecer “alerta y vigilante” ni dijo estar ante “una amenaza sin precedentes en la historia”. Mucho menos calificó las actuaciones de la Fiscalía como “absurdas desde cualquier punto de vista, legal y moral...”.
Alvarado, con encomiable sentido de la legalidad y la moral, se sometió sin aspavientos al escrutinio de la administración de justicia y todavía hoy sigue vinculado al proceso. No se sintió amenazado ni presentó a su gobierno como víctima de una persecución desatada por la Fiscalía para causarle parálisis.
Quizá por esas razones no hubo amenazas de bomba ni llamados a asesinar a la cabeza del Ministerio Público, al presidente de la Asamblea Legislativa ni a ningún otro funcionario después del aparatoso allanamiento y el encendido debate público en torno al caso de la UPAD y el secuestro de los documentos. El presidente, sin estar obligado a hacerlo, abrió las puertas de la Casa Presidencial a la defensora de los habitantes, actual embajadora en Washington, y respondió sus preguntas.
La serenidad de los gobernantes y su compromiso con la institucionalidad siempre ha sido una salvaguarda contra la violencia y el abuso de poder. La retórica incendiaria puede tener consecuencias. Afortunadamente, en Costa Rica la hipérbole irresponsable y la excitativa violenta no mueven masas, pero en ningún país falta un tonto o un puñado de ellos.
La convivencia pacífica y democrática es un legado de generaciones, cada una con sus aportes y cuotas de sacrificio. Distingue a nuestro país en un mundo donde muchos pueblos no la disfrutan y pagan cara su ausencia. Costa Rica no es una casualidad de la historia, sino el deliberado producto del imperio de la ley por encima de cualquier ciudadano, sin importar el transitorio poder conferido por las urnas.
Preservar ese legado exige, con frecuencia, coraje, como el demostrado por el fiscal general, Carlo Díaz, cuando respondió a las amenazas con la reafirmación del compromiso con su deber: “Ninguna amenaza evitará que el Ministerio Público continúe, de manera inclaudicable, haciendo el trabajo que la ley le ha encomendado”.