En ningún país del mundo un grupo de manifestantes puede amenazar con el ingreso violento a la casa de Gobierno, movilizar vehículos pesados para ponerlos a punto de arremeter contra las valla perimetral, insultar y provocar a la Fuerza Pública, lanzarle piedras y propinarle golpes con palos, sin desencadenar, en cada caso, una firme reacción policial. En el nuestro, todas esas acciones fueron necesarias para que la guardia civil entrara en acción. Eso no nos hace mejores ni más democráticos, sino indiferentes a la suerte de quienes se sacrifican para protegernos.
La amenaza de forzar el ingreso a la Casa Presidencial habría bastado en las democracias más avanzadas para justificar una reacción de la autoridad. Ni que decir de los insultos y golpes. Once oficiales fueron heridos, dos de ellos de gravedad. Mientras se decidieron a actuar, los policías sufrieron constantes ataques.
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El país debe reconsiderar las razones de esa pasividad, tan peligrosa para los humildes servidores encargados de cuidar a los ciudadanos y defender las instituciones. La Fuerza Pública sabe las críticas a que se expone si actúa demasiado rápido. Los provocadores también y aprovechan la autocontención de los oficiales. La prueba está en la rápida dispersión de los manifestantes cuando la policía entró en acción. Poco tardaron en controlar la zona y ejecutar 28 arrestos.
¿Es justo exigirles soportar humillaciones y golpes mientras se cierran todas las posibilidades de resolver el conflicto por otros medios? La violencia, incluso la justificada por ley, debe ser el último recurso. Pero el lunes, frente a la Casa Presidencial, surgió mucho antes del lanzamiento de gases lacrimógenos. Los videos no mienten. La provocación vino de un solo lado: el de los manifestantes.
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Las filmaciones muestran a la policía alineada detrás de una barrera, sin posibilidad de alcanzar a los manifestantes salvo que ellos se aproximaran y crearan peligro para los oficiales. A cada paso se les observa corriendo hacia la valla para patearla o empujarla. Algunos, con menos ánimo de agresión, increpan a los vándalos y los alejan de la Fuerza Pública, suministrando la mejor prueba para identificar al bando provocador.
La opinión pública se mueve entre dos polos antagónicos, vinculados por una lamentable hipocresía. Los ciudadanos clamamos la imposición de la ley para impedir cierres de calles y puentes, pero rechazamos el uso de la fuerza para conseguirlo. Solo cuando el abuso se prolonga al punto de la exasperación deponemos las objeciones.
Cada vez la paciencia se hace más corta y el llamado a la acción, más intenso. Así, invitamos al mal cálculo de los manifestantes, confiados en las reservas de estoicismo de guardias civiles y ciudadanos, y preparamos el terreno para más enfrentamientos. La mejor garantía de la paz es la aplicación consistente e inmediata de la ley. Quien cierre una vía y agreda a la autoridad debe saber las consecuencias.
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Las consecuencias, claro está, deben trascender el enfrentamiento callejero. El Ministerio Público también debe contribuir a preservar la paz mediante la imposición de la ley, particularmente a los instigadores de revueltas. A la fecha no ha habido anuncio de su voluntad de actuar y fue el ministro de Seguridad Pública, Michael Soto, quien decidió plantear una acusación formal.
La inacción alimenta la violencia y hemos visto manifestaciones de ella totalmente inusitadas en nuestro país. La sangre fría de los delincuentes que intentaron quemar a dos oficiales dentro de su patrulla con cocteles molotov es el ejemplo más alarmante. Grupúsculos radicales han creado un clima de desasosiego intolerable. Es hora de decirles ¡basta ya!