
La Navidad está marcada por contrastes; por una parte, en nuestra sociedad de consumo es el tiempo del gasto y de los excesos, del regalo sincero y del interesado; pero también, el momento cuando se voltea la mirada hacia los que menos tienen, mirándolos, por lo general, a través del cristal convenientemente entintado de la caridad.
Extraños contrastes para una celebración —y reflexión— nacida de un acontecimiento extraordinario, de una promesa de redención para mujeres y hombres de todos los pueblos, surgida en un entorno marcado por la pobreza, la exclusión y la precariedad, es decir, desde la periferia y lejos de las élites.
Al hablar de pobreza es fácil desvincularla de quienes la sufren día a día, basta simplemente emplear porcentajes: hoy poco más de 15% de los hogares tienen necesidades básicas insatisfechas (pobres) y alrededor de 4% enfrentan carencias más profundas, pues no alcanzan a cubrir las necesidades alimentarias elementales (pobres extremos). Suele también reconfortar y, en ocasiones, enorgullecer el pensar que estas proporciones se han reducido en las últimas décadas, de manera más o menos sostenida.
Pero detrás de estos números hay hombres, mujeres y niños: alrededor de 915.000 personas en pobreza y, dentro de ese grupo, más de 233.000 a las que el ingreso les resulta insuficiente para llenar los requerimientos alimenticios básicos.
Casi 76.000 de nuestros niños menores de cinco años crecen con carencias (el 30% de los niños de 5 años o menos que habitan en el país) y entre ellos, alrededor de 21.000 padecen pobreza extrema (8% del total).
¿Debe aceptarse esta situación? Más allá de que éticamente debería resultar inaceptable para cualquiera que en una sociedad democrática se den estas carencias, resulta mucho más angustiante pensar que modificar esta situación no se antoja un problema material.
Ciertamente, la pobreza y la exclusión son problemas mucho más complejos que la insuficiencia de ingresos —entraña la dificultad de articular un ambiente que promueva igualdad en el acceso a las oportunidades— pero, teniendo eso en cuenta: ¿Cuánto costaría complementar el ingreso de los hogares pobres?
Según la Encuesta Nacional de Hogares del 2025 complementar el ingreso de las familias con necesidades básicas insatisfechas (pobres) – de manera que su ingreso per cápita fuese, al menos, igual a la línea de pobreza (¢127.150 y ¢98.716 mensuales por miembro del hogar en zona urbana y rural, respectivamente) requeriría de una redistribución de ingreso anual de alrededor de 438.000 millones de colones, monto que representa 1,6% del ingreso total de los hogares no pobres y 7,3% del ingreso que perciben, en un año, los hogares del quintil más rico.
En el 2025, el ingreso adicional necesario para que todos los hogares superen la línea que los cataloga como pobres representa apenas 0,8% del PIB.
Estos guarismos no pretenden ser una recomendación de política, tan solo aspiran a sembrar la semilla de la reflexión, mostrando que combatir una dimensión de la pobreza —como es la insuficiencia de ingreso— requeriría acciones redistributivas relativamente pequeñas.
Obviamente, su diseño final es complejo, supondría decisiones de naturaleza tributaria e implicaría un diseño apropiado de incentivos para asignar correctamente las transferencias hacia las familias pobres, en especial, evitando que desincentiven – mediante tipos impositivos implícitos elevadísimos – la generación de ingresos a través de la incorporación al mercado de trabajo.
Si el lector tuviese dudas sobre estos números y, en especial, sobre las políticas redistributivas haga este pequeño ejercicio à la Rawls: suponga que usted no conoce de antemano cuál será su posición social —el azar lo podría convertir en el más necesitado entre los pobres o el más rico entre los ricos— ¿en qué sociedad quisiera vivir? ¿En una en donde existe una acción preferencial por los menos afortunados y se promueve la igualdad de acceso a las oportunidades o en una que ignora, tolera o, peor aún, justifica la inequidad?