Lo vimos primero en el cine: la marejada gigantesca, la evacuación masiva, la civilización borrada. Es probable que las zonas costeras de Miami deban ser evacuadas antes del 2060. La población entera de países como Kiribati, Tuvalu y Nauru tendría que salir de sus islas en la próximas dos décadas. El lago Chad, hace 50 años un oasis con una extensión igual a la mitad de Costa Rica, es hoy un desierto con manchas de agua. Esta semana supimos que el 35% del Gran Arrecife de Coral está muerto o agónico debido a la creciente temperatura marina.
De la pantalla podíamos apartar la mirada pero, hoy, la muerte es silenciosa y parece inexorable; el clima podría estabilizarse, aunque no sabemos cómo ni cuándo. Si bien continúa la batalla ideológica en torno a las acciones políticas urgentes, en el ámbito estrictamente científico, el estudio del cambio climático ya no es cuestión de confirmar que existe o no, sino cuán grave es.
Desde el inicio de la Revolución Industrial, el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera ha crecido de 280 partes por millón (ppm) a 400 ppm: el número más alto en 3 millones de años. Esto tiene consecuencias en las vidas de millones de seres humanos; la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estima que para el 2030 habrá 50 millones de migrantes a causa del cambio climático.
Algunos climatólogos y geólogos sugieren que hemos entrado en una nueva época geológica: el Antropoceno, definida por una actividad humana tan intensiva y potente que se ha convertido en una fuerza de cambio planetario.
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Popularizado por Paul Crutzen en el 2000, el término se ha convertido en tema de estudio científico, herramienta política y un desafío para el pensamiento. Aunque no es un término oficialmente aprobado por la geología, es hora de cuestionar qué significa.
¿Una época?
En las próximas generaciones, veremos condiciones ambientales inéditas en los últimos 11.700 años (la época geológica conocida como Holoceno, que abarca el desarrollo de la agricultura y las grandes civilizaciones).
En enero, un grupo de geólogos establecido en el 2013 publicó en Science sus conclusiones: cambios climáticos, biológicos, químicos y los súbitas alteraciones en la sedimentación, ocasionados por la actividad humana, confirman que el Antropoceno es distinto del Holoceno.
Como inicio de esta época, proponen la mitad del siglo XX: cuando empezó a usarse energía nuclear y ocurrió la rápida aceleración de actividad humana que nos trae a hoy.
En su uso por activistas y académicos de otras áreas , el concepto Antropoceno define, más bien, un periodo que abarca la industrialización e, incluso, como fecha simbólica, sugieren 1784 , año de invención del motor de vapor, como el nacimiento de la época.
OPINIÓN: Ser humano y naturaleza en la era del Antropoceno
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Fiji, en Oceanía, se compone de múltiples islas, que desaparecerán por el cambio en el nivel del mar; es más, muchas ya están sumergidas, (KADIR VAN LOHUIZEN)
Tal distinción de criterios nos lleva al debate filosófico y político en torno a esta idea. Está bien: cambiamos el planeta, alteramos sus ciclos geológicos y biológicos, trastornamos su flora y su fauna al causar extinciones súbitas y masivas de miles de especies.
La vida se desestabilizará en las décadas venideras. Ahora, ¿a quién cargar con la responsabilidad? ¿Cómo se puede pensar la idea de “ser humano” en este panorama?
“Si nuestro futuro involucra una oscilación de la Tierra hacia un nuevo estado, ya no podemos creer que la humanidad hace su propia historia por sí sola”, argumentan Jean-Baptiste Fressoz y Christophe Bonneuil en The Shock of the Anthropocene (2016). En el plano político y el moral, ¿hacia dónde orientar las fuerzas para afrontar lo que viene?
En el 2013, Roy Scranton publicó Learning To Die in the Anthropocene, un libro en el que argumentaba que el problema que le plantea este cambio a la filosofía es volver a sus preguntas esenciales: ¿qué significa ser humano?, ¿qué significa vivir?, ¿qué significa mi vida ante la muerte?
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La postura de Scranton resulta algo pesimista. La mente humana se resiste a la idea de que morirá: es difícil pensar que el estado actual de las cosas no es permanente porque no conocemos otros y, por ello, cuesta poner en marcha las transformaciones globales que exige la urgencia del cambio climático.
Teóricamente, como propuso la cumbre del clima, reunida en París este año, se requiere una inversión monumental, un compromiso político trascendental para afrontar lo que viene: una interrupción de los mecanismos actuales y su reinvención.
Por ello, dice Scranton: “El mayor problema que afrontamos es filosófico: entender que esta civilización ya está muerta”, escribió en The New York Times. “Entre antes confrontemos este problema y cuanto más pronto nos percatemos de que no hay nada que podamos hacer para salvarnos, antes podremos hacer el duro trabajo de adaptarnos, con mortal humildad, a nuestra nueva realidad”, agregó.
Otras vidas
De golpe, aceptar que vivimos en el Antropoceno nos invita a reconsiderar conceptos y nociones que damos por sentado en torno a nuestra relación con la naturaleza y cómo nos modifica. Si al 2100, la temperatura promedio aumenta en 3,7 °C, como calcula la ONU , será la más alta en 15 millones de años.
Nada parecido al ser humano actual ha vivido un clima así; hasta hoy, nunca habíamos podido proyectar las consecuencias de semejante aumento. ¿Qué implica esto para la forma en la que reflexionamos sobre nuestra existencia? ¿Podemos reaccionar?
Como han estudiado múltiples autores en sociología, filosofía e historia, no podemos hablar ya de un “ambiente”, una “naturaleza” externa a la acción humana, sino que debemos considerarla y considerarnos como parte de un “sistema”. Del mismo modo, la postulación del ser humano como pastor o dueño de la tierra, como profesan varias religiones, debe replantearse.
Si el Antropoceno no es la muerte, al menos implica repensar todo lo vivo. Incluso conceptos como ecologismo y ambientalismo se someten a la presión del cambio. ¿Podemos hablar de “desarrollo sostenible” si sabemos que ya es insostenible? Ya cruzamos un punto de no retorno.
A pesar de su utilidad política como medida de presión, el concepto de Antropoceno no convence a muchos críticos. The Shock of the Anthropocene, de Fressoz y Bonneuil, busca refutar la visión del Antropoceno como algo que los seres humanos o la humanidad causamos como conjunto, sin darnos cuenta de lo que estábamos haciendo. Es decir, que no es cierto que un pescador de Puntarenas es tan responsable del daño ambiental como Donald Trump, ni que el estudio científico por sí solo nos salvará.
En este libro, los autores examinan las ideas políticas, científicas y morales que subyacen en la nueva teoría de que la civilización humana se ha convertido en una fuerza geológica.
La filosofía consideraba al ser humano en estrecha interacción con la naturaleza. Según los investigadores, justo antes de la Revolución Industrial, se empieza a pensar en clima, ambiente y sociedad como esferas separadas, y esa es la precondición cultural que justifica los sistemas económicos, políticos y filosóficos que permitieron acelerar el Antropoceno.
De hecho, hoy tendemos a hablar de la ciencia del cambio climático y de la destrucción ambiental como si fueran descubrimientos, revelaciones de una visión avanzada. Fressoz y Bonneuil argumentan que de 1770 a 1830, el periodo de la implementación del combustible fósil, muchísimos autores ya advertían acerca de los daños imprevistos que la acción humana podría provocar sobre el planeta.
Entonces, ¿qué ocurrió?
Político
Diferentes estudios dan un nombre clarísimo a los catalizadores del problema. En Fossil Capital (2016), Andreas Malm esboza una historia del motor de vapor (basado en el carbón) que se entrelaza con el sistema capitalista de producción industrial (y teóricos marxistas hablan de “Capitaloceno”).
En contradicción con la historia aceptada, Malm argumenta que el motor de vapor se prefirió a la energía hidráulica en la Inglaterra del siglo XIX –cuna del capitalismo moderno– no porque fuera más barato ni más eficiente ni más desarrollado. La clase dominante lo escogió y difundió porque le permitía un control más grande sobre el trabajador.
La creciente explotación del carbón y, más tarde, del petróleo, se une a la deforestación, la energía nuclear y otros daños ambientales como el origen de nuestra catástrofe climática actual.
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Vista aérea de Arno, en las Islas Marshall, otro territorio amenazado por el creciente nivel de las aguas marinas. (JOSH HANER)
La paradoja es que la energía de origen fósil permitió que creciera seis veces la población humana entre 1800 y el 2000, y un crecimiento económico inédito en la historia. Nunca tantos seres humanos habían vivido tan bien como hoy. Estamos mejor que nunca. Los medios de transporte, la tecnología y la explotación de combustibles fósiles han contribuido con la bonanza. También aceleran nuestra muerte.
En un reciente artículo en The London Review of Books, Naomi Klein (autora de No Logo ) recordó que la extracción de combustibles fósiles requieren “zonas de sacrificio”, tierras dañadas, cuerpos expuestos a violencia y enfermedad, vidas precarias.
Por ello, adversa la idea de que el anthropos , el “hombre”, el ser humano en general, como parece indicar la palabra “Antropoceno”, sea la forma correcta de definir nuestra época. La “naturaleza humana” no es la responsable de destruir el ambiente: son las acciones de ciertos grupos de seres humanos, no de todos.
Según Klein, debemos ser más específicos: “Los sistemas que ciertos humanos crearon, y que otros humanos resistieron poderosamente, son por completo exculpados: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, ese tipo de sistemas”.
Según Richard Heede, solo 90 corporaciones son responsables del 63% de las emisiones acumuladas de dióxido de carbono y metano entre 1850 y el presente.
Como sugiere Andreas Malm, deshacernos del combustible fósil implicará el desmantelamiento de una forma de explotación del trabajo específica. Si dejamos que la atmósfera, la biosfera y la hidrosfera sean solos unos factores económicos más, caeremos en la trampa de pensar que el capitalismo es la única forma de relación del ser humano con la naturaleza. Sin embargo, lo que hemos vivido desde el siglo XIX hasta hoy es solo un parpadeo en la historia; podemos cambiar.
Todo esto nos empuja a pensar en una filosofía, una historia, un arte, un pensamiento, que busquen la reafirmación del ser humano, su dignidad, su poder. No podemos resignarnos a la muerte ni al futuro distópico de Mad Max; hay que confrontar lo que la hace inminente.
Para Fressoz y Bonneuil, confrontar el Antropoceno exige una crítica profunda de los sistemas que lo han permitido. “Luchar por vidas decentes en el Antropoceno, por tanto, significa liberarnos de instituciones represivas, de dominaciones e imaginarios alienantes. Puede ser una extraordinaria experiencia emancipatoria”, concluyen en The Shock of the Anthropocene .
Tal vez es momento de aceptar, entonces, que el mundo, como lo hemos conocido desde el siglo XIX hasta ahora, ya acabó. Hoy, tras ese fin, hay que repensarlo, pero para actuar más.