A sus 15 años, la invitación a un “intercolegial” de esos que hace una década acaparaban la atención de los adolescentes, se convirtió en la pesadilla de una joven vecina del sur de la capital, cuya identidad será protegida para este relato. Fue en uno de estos eventos, donde Ana fue víctima de la primera de dos violaciones grupales que sufrió, cuando apenas era una adolescente.
Desde entonces han pasado 10 años y los culpables siguen en prisión; sin embargo, las cicatrices físicas y mentales todavía no se borran. Ana aceptó contar su historia, para que otras mujeres u otras víctimas no se sientan solas. Con su voz pausada, sentada en la sala de su casa, Ana dijo, esta es la historia de una Costa Rica cuya existencia muchos ignoran.
Su caso es uno de los más de 10.000 que, en promedio, han ingresado al sistema judicial cada año en la última década. De acuerdo con cifras del Observatorio de Violencia de Género contra las Mujeres y Acceso a la Justicia del Poder Judicial, solo el año pasado se denunciaron 11.098 delitos sexuales. En casi un 90% de los casos, las víctimas eran mujeres y en más del 95% los ataques son perpetrados por hombres. Las violaciones representan, además, el tercer delito más denunciado dentro de esa categoría, superado solamente por los abusos sexuales a menores de edad y las relaciones con menores de edad.
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Ese mismo órgano señala que los delitos sexuales representan la cuarta categoría de delito por título del Código Penal y otras leyes ingresados como nuevos cada año, detrás de los delitos contra la propiedad, contra la vida y los castigados por la Ley de Penalización de Violencia contra la Mujer.
Engaño de profesor
Al intercolegial, Ana llegó engañada, pues ella formaba parte de un grupo de baile y como parte de la actividad se promocionó una competencia, que nunca ocurrió. Esa noche la violaron un profesor, dos compañeros de colegio y un DJ.
La muchacha recuerda que al llegar al lugar, parecía todo menos una actividad para estudiantes de secundaria. Había adultos, menores, DJs, licor y “de todo”.
“Ahí estaba el profesor, porque él tenía un grupo con estos alumnos y yo, por confiar en esta persona, me quedé ahí después de que las amigas con las que andaba se fueron, yo me iba a retirar pero él me dijo que me quedara con ellos, que ahorita llegaban la esposa, que también era profesora, y la hija, pero eso no sucedió”, recuerda Ana, hoy egresada universitaria, de 26 años.
El relato de Ana es fluido, pero en este punto prefiere guardar silencio. A la fuerza, la violaron. Tras abusar de ella, los agresores la mantuvieron varias horas retenida, por lo que llegó a su casa hasta las 7 a. m. del día siguiente: “Mami estaba bravísima, pero yo no hablé, me callé 10 meses”.
“Bajé muchísimo de peso, en ese momento recuerdo que me empecé a a hacer heridas, me empecé a quemar, empecé a cortarme el cabello, me llené de piercings, mis notas se fueron al piso, o sea, un cambio total”, narró.
Mientras eso ocurría, sus agresores no solo seguían en el colegio, sino que empezaron a difamarla en redes sociales y comenzó a sufrir bullying y acoso en el mismo lugar, al punto que tampoco pudo seguir con el baile y terminó incluso abandonando el colegio tiempo después.
La intervención oportuna de un orientador que notó esas señales, hizo que por primera vez se animara a hablar de lo que había pasado e iniciar así un segundo calvario, al enfrentar el proceso judicial que le llevó varios años.
“Eso también fue supertraumático, después de que se destapó todo, estuve una semana en el Hospital Psiquiátrico, porque me deprimí mucho y tenía riesgo de suicidio”, comentó.
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Segundo ataque
Dos años después de la primera violación, aún en medio del proceso judicial por el primer ataque, Ana fue violada por segunda ocasión, precisamente el primer día que decidía salir de su casa para volver al grupo de baile que por años había sido su mayor pasión.
En esa oportunidad, la agresión provino de presuntos desconocidos, aunque a la fecha, Ana no descarta que el hecho estuviera asociado con el primer evento, por las palabras vulgares y ofensivas que le decían sus atacantes.
La segunda violación la perpretraron dos hombres, cuando ella regresaba a su casa acompañada de un amigo. Los sujetos se encontraban en una calle, en un grupo de al menos 10 hombres. Solo dos caminaron hacia ellos, mientras los demás solo se reían.
“A nosotros nos interceptaron en vía pública en calle principal y nos hicieron caminar bastante donde no hay alumbrado, no hay nada, nos llevaban con cuchillos en el cuello”, recordó.
A pesar de que su amigo intentó intervenir, quienes los atacaron usaban armas blancas y más bien lo hirieron en varias ocasiones con el puñal, hasta el momento en que ambos dejaron de forcejear y fue cuando en un charral abusaron de ella durante varias horas, mientras su amigo estaba sometido bajo amenazas y golpes si levantaba la cabeza.
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Ese segundo hecho violento, no solo la volvió a sumir en un proceso del cual aún no se recuperaba, sino que terminó de robarle la paz a toda su familia.
“Como en este segundo caso ellos se quedaron con mis pertenencias, en mi teléfono había fotos de mi familia y demás, entonces todos vivíamos con miedo. Tuvimos que salir corriendo, dejar nuestra casa propia para venir a una casa que nos prestó una tía; ha sido un proceso muy desgastante a nivel emocional y hasta económico, porque no es solo la atención psicológica, yo he tenido que estar con fisioterapeutas, neurólogos, psicólogos, ha sido muy extenuante tanto para mí como víctima como para mi familia. Esas personas se llevan partes de uno que nunca se recuperan”, reflexionó.
Incluso en el nuevo lugar donde fueron a vivir, en la provincia de Heredia, comenzó a sufrir bullying en el colegio al que se trasladó, esta vez por su peso, por lo que terminó abandonando del todo el colegio para sacar el bachillerato por madurez.
También debió abandonar amistades y actividades que antes disfrutaba, como el grupo de baile, salir a correr o practicar boxeo. “Yo era muy activa físicamente y todo eso también lo perdí”, añadió.
Nueve años después del último ataque, la muchacha asegura que una de las mayores secuelas que termina arrastrando es no poder recuperar la paz.
Aunque en ambos casos, Ana logró una condena, criticó los procesos que se siguen, la revictimización, una y otra vez, los atrasos, la obligación de contar su historia decenas de veces a diferentes personas e incluso cuestionamientos de parte de quienes deben impartir justicia.
La decisión de estudiar Derecho surgió precisamente durante los procesos penales, en donde su abogado le contaba sobre los casos que llevaba y todo lo que podía hacer para ayudar a las víctimas de este tipo de delitos.
“Ya uno anda por la calle con miedo, uno no vuelve a ver las cosas de la misma manera, en todo ve riesgo", dijo. Sin embargo, Ana sabe que su relato puede despertar a alguien atemorizado, o que necesita saber que no está solo.
“De todo esto se puede sacar algo bueno, ayudar a alguien, concientizar o al menos demostrarles que no están solas, de que es un problema real, que mucha gente ignora”, expresó.