En los últimos días, mientras se celebraba con entusiasmo la reducción de la pobreza en Costa Rica, no pude evitar sentir una profunda preocupación. Cuesta comprender cómo esas cifras pueden coexistir con la realidad que palpamos cada día en nuestras comunidades: hogares fracturados, violencia familiar, exclusión estudiantil, jóvenes atrapados por el narcotráfico y el sicariato, personas viviendo en las calles y un país emocionalmente exhausto.
Resulta evidente que seguimos midiendo la pobreza desde una óptica meramente económica, ignorando las dimensiones humanas, sociales y emocionales que realmente la sostienen y la perpetúan.
Tradicionalmente, no he sido una persona enfocada en el discurso político. Sin embargo, la coyuntura actual de nuestro país nos exige reflexionar, informarnos y actuar desde nuestras propias trincheras. Necesitamos un análisis claro, sencillo e imparcial que nos permita conocer y comprender las propuestas políticas para enfrentar los problemas que afectan a nuestros niños y adolescentes.
La violencia, la delincuencia juvenil, las drogas y el deterioro educativo ya no se resuelven con más policías, cárceles, talleres o nuevas rutas de educación. El país no puede seguir ignorando esta realidad: si no abordamos las causas profundas de la vulnerabilidad infantil, miles de niños repetirán el ciclo de pobreza, violencia y exclusión que hoy amenaza a nuestra juventud.
Desde hace más de 15 años he tenido la oportunidad de liderar la Fundación La Casa de los Niños, organización dedicada a la atención integral de cientos de niños y adolescentes en condición de vulnerabilidad. Nuestros estudios y experiencia me han permitido evidenciar la profundidad psicosocial de la pobreza y cómo las políticas asistencialistas, repetidas durante décadas, no han logrado siquiera transformarla. Las cifras lo confirman: en más de treinta años, la pobreza solo ha descendido del 21% al recientemente anunciado 15,2%, reflejo de un sistema que se enfoca en las variables económicas, dejando de lado las causas psicosociales que la mantienen.
Experiencia en la comunidad
Trabajar con la pobreza exige mucho más que buena voluntad. Requiere entender las dinámicas humanas que la sostienen, las creencias que la justifican y los hábitos que, aunque parezcan inofensivos, perpetúan la dependencia y la exclusión.
Comprender esta realidad nos llevó a cuestionar los enfoques tradicionales y reconocer que las intervenciones sociales de carácter asistencialista no logran responder de manera efectiva a las necesidades reales de las poblaciones en condición de vulnerabilidad. A partir de un proceso sostenido de observación, acompañamiento y análisis –con fases de ajuste y aprendizaje continuo– logramos desarrollar un modelo de intervención con resultados sostenibles, basado en el conocimiento profundo de la población y su entorno, más que en marcos teóricos abstractos.
Esta comprensión surge del trabajo directo por más de dos décadas, en zonas como Tirrases de Curridabat, una comunidad pequeña pero densamente poblada, marcada por la desigualdad y la violencia estructural. En este contexto, pobreza, asesinatos, drogas, violencia en todas sus manifestaciones y reclutamiento de menores forman parte del día a día. Lo que para muchos sería una realidad estremecedora, para los niños y adolescentes del lugar se ha convertido en parte de su normalidad.
Frente a esta realidad, es evidente que ningún cambio verdadero puede lograrse sin abordar la pobreza de forma integral. No se trata solo de la falta de recursos, sino también de la ausencia de oportunidades y de una educación deficiente, tanto académica como familiar. La experiencia demuestra que intervenir de manera continua –desde la primera infancia hasta la adultez joven– en ámbitos como la nutrición, el apoyo emocional, la formación en valores y el fortalecimiento de las habilidades educativas y sociales genera transformaciones sostenibles. Como elemento decisivo está el trabajo conjunto y la reeducación de los padres, quienes cumplen un rol determinante en la transmisión de los patrones que perpetúan la vulnerabilidad.
Gracias a la implementación de este modelo, actualmente 26 jóvenes han logrado integrarse a la educación superior y/o al mercado laboral, mientras que otros 300 continúan su trayectoria dentro del programa, avanzando hacia metas similares. Hoy, el 86% de los beneficiarios universitarios estudian o trabajan (o ambas); el 62% de ellos tienen un trabajo formal; el 93,1% de los egresados de secundaria que participaron en el programa no presentan conductas de riesgo significativas, y más del 96% de los niños y adolescentes progresan de manera sostenida en el sistema educativo formal.
Los resultados evidencian que las soluciones efectivas no surgen únicamente de la teoría, de los subsidios o de los discursos, sino del conocimiento del paradigma que maneja la población, del conocimiento de su contexto y del acompañamiento constante y estructurado. Cuando se aborda simultáneamente la dimensión física, cognitiva, emocional y familiar del ser humano, los impactos se consolidan y los resultados se sostienen en el tiempo. No se trata de asistencialismo, sino de un enfoque de desarrollo humano con bases sólidas y comprobables.
Romper el ciclo de pobreza en la vida de los niños y jóvenes es posible únicamente si se actúa sobre las causas desde su origen. Las intervenciones únicas, breves, esporádicas y sin seguimiento en el tiempo no generan cambios reales ni transforman los patrones de pobreza y vulnerabilidad que atraviesan generaciones. Solo un enfoque integral, sostenido y basado en evidencia puede ofrecer a los niños y adolescentes transformación, propósito y oportunidades auténticas.
Entonces, cabe preguntarnos con honestidad: ¿podemos realmente decir que la pobreza ha disminuido en Costa Rica? Las cifras pueden mostrar una aparente mejoría económica, pero la realidad humana nos revela otra verdad: la vulnerabilidad social sigue creciendo, especialmente entre nuestros niños y jóvenes. Las soluciones y estrategias aplicadas hasta hoy no han logrado revertir esta tendencia; por el contrario, la problemática se profundiza.
Es momento de que la sociedad, el Gobierno y los tomadores de decisiones abran un diálogo urgente para construir estrategias sostenibles que transformen verdaderamente la vida de quienes más lo necesitan. No basta con reaccionar a los problemas actuales; debemos actuar sobre sus raíces antes de que sea demasiado tarde. Solo así podremos detener el deterioro social que amenaza a comunidades como Tirrases de Curridabat y al futuro de todo el país.
info@lacasadelosninoscr.com
Ana Catalina Chaves Fournier es directora ejecutiva de la Fundación La Casa de los Niños.