
En cumplimiento de un mandato institucional, el gobierno de Donald Trump divulgó el pasado viernes en la madrugada, sin previo aviso, su Estrategia de Seguridad Nacional, en la que establece las prioridades internacionales y principios para interactuar con el mundo. El contenido es en extremo inquietante: en lo general, por un abordaje ayuno de valores y centrado en intereses; en lo particular, porque convierte a nuestro hemisferio en eje de atención, pero no a partir de la cooperación basada en objetivos mutuamente compartidos, sino de una actitud prepotente, que roza con el intervencionismo.
En el documento, Estados Unidos ya no aparece como la potencia que se proyectaba hacia el mundo no solo a partir de sus justificados intereses nacionales, sino también de valores universales, y que entendía cuán importantes son las alianzas sustentadas en ambos pilares para su propio progreso y seguridad.
Atrás quedan su defensa de la democracia y su rechazo al autoritarismo, que ahora aparecen como objetivos residuales, no centrales. Además, rechaza la importancia de un sistema internacional basado en reglas, con instituciones capaces de asumir desafíos compartidos, a las que denuncia como instrumentos para vulnerar la soberanía estadounidense, no como instancias para la acción sin fronteras.
Desdeña los desafíos universales, en particular el calentamiento global, que considera una farsa, pero también el hambre, la delincuencia organizada (salvo los narcotraficantes) o las enfermedades. Además, su concepto de paz y estabilidad descansa, esencialmente, en los equilibrios de fuerza, no en la superación de las causas que generan violencia o caos.
Tanto la Estrategia emitida durante su primera administración (2017-2021), como la divulgada por Joe Biden (2021-2025), consideraban a Rusia y China como lo que son: potencias adversarias y autoritarias, empeñadas en debilitar a Estados Unidos y alcanzar creciente poder; por esto, fuentes de los mayores desafíos geopolíticos y geoestratégicos. En esta oportunidad, el documento ni siquiera censura la invasión rusa contra Ucrania; resta gravedad al enorme riesgo que representa para la seguridad de Europa, y hasta presenta a Estados Unidos como potencial mediador entre ambos, para reducir tensiones y “restablecer la estabilidad estratégica” con el régimen de Vladimir Putin.
Las referencias directas a China son de índole comercial, y cuando menciona los peligros que representa para la seguridad de la zona indo-pacífica, no la llama por su nombre. Con el resto de los países asiáticos, adopta una línea diplomática y comercial poco confrontativa, y habla de “construir alianzas y fortalecer partenariados”. Destaca la “revitalización” de las alianzas con las monarquías autocráticas del golfo Pérsico, fuentes de promisorias oportunidades de negocios, para su país y su familia, y rechaza ejercer cualquier presión sobre sus asuntos internos. ¿Razón? “Respetar” sus tradiciones históricas de gobierno.
Con Europa, ese respeto desaparece. Al contrario, las críticas son severas. Culpa a sus “élites” de propiciar una “supresión civilizacional”, debido a presunta tolerancia con la migración y a inexistentes ataques contra la libertad de expresión. A los “órganos transnacionales” (léase la Unión Europea), les achaca debilitar la libertad política y la soberanía de los Estados. En cambio, alaba a los “partidos patrióticos” (los de extrema derecha prorrusa) por contrarrestar esas tendencias.
El énfasis que pone en nuestro hemisferio debería ser bienvenido si partiera de una concepción colaborativa y respetuosa de las prioridades, necesidades y decisiones soberanas de sus países. Sin embargo, pretende “restaurar” la “preeminencia” estadounidense, como eco de la llamada “Doctrina Monroe”, proclamada en 1823 por el presidente James Monroe, que se atribuyó unilateralmente el derecho de dominio hemisférico frente a otras potencias.
A ese resabio decimonónico de intervencionismo añade el “Corolario Trump”, que parte de negar a los “competidores no hemisféricos” la “habilidad de posicionar fuerzas u otras capacidades amenazantes, o de poseer o controlar bienes estratégicos” en la zona. Al justificado imperativo de combatir el narcotráfico, añade el control migratorio y un fortalecimiento de “la estabilidad y la seguridad en tierra y mar”. Para ello, plantea “enlistar” a los “amigos” ya existentes y tratar de “ampliar” su ámbito hacia otros.
Pone gran énfasis en las inversiones y la diplomacia comercial, no en la cooperación o el abordaje conjunto de problemas estructurales, como la marginalidad y la pobreza”, y reitera el uso de aranceles y “tarifas recíprocas” para fortalecer la economía e industrias estadounidenses.
Cómo se aplicará, a partir de ahora, todo lo anterior, está por verse, pero las señales son perturbadoras. Entre las más recientes, están la cercanía con el autócrata Nayib Bukele, la intervención en las elecciones hondureñas y el indulto a su expresidente Juan Orlando Hernández, convicto de narcotráfico, lo cual contradice su declarada política de “guerra” contra las drogas.
Si algo hay que alabarle a la Estrategia es su ausencia de eufemismos. Las ambiciones no están ocultas. El desinterés por los valores se hace evidente, lo mismo que la preeminencia de los intereses mercantiles. El sentido del poder –sea militar, económico o tecnológico– salta constantemente. Y mucho de lo que se anuncia ya lo estamos viendo en ejecución. Razones de más para la preocupación.
