Si el proyecto de ley presentado por el exdiputado José María Villalta para prohibir las llamadas “terapias de conversión sexual” llega a cobrar vigencia, Costa Rica ingresaría a una lista creciente de países donde la desacreditada práctica está proscrita. Francia, Alemania, la mitad de los estados de la Unión Americana y Canadá figuran entre ellos. Los legisladores de esta última nación aprobaron la iniciativa este año por voto unánime de todas las facciones, de izquierda a derecha.
En América Latina, los argentinos tomaron la vanguardia en el 2010, pero Brasil, Uruguay, Chile y Ecuador ya se les sumaron. Taiwán, en Asia, y Nueva Zelanda, en Oceanía, también aprobaron prohibiciones, al igual que un número creciente de estados australianos, como Queensland y Victoria.
Muchos otros países y regiones, como el nuestro, tienen iniciativas en trámite. El proceso está en marcha, pero va a la zaga de los pronunciamientos de las organizaciones médicas, psicológicas y psiquiátricas. Entre ellas hay un gran consenso sobre los riesgos y la inutilidad de este tipo de terapias, y más bien se resisten a reconocerla como tal. En casi todo el mundo, incluido nuestro país, las asociaciones profesionales rechazan esas prácticas como reñidas con la ética aunque no exista una prohibición legal.
Las terapias de conversión de sexo son esfuerzos sostenidos para modificar la orientación sexual, la identidad de género o la expresión de género de una persona. Como ninguna de esas condiciones es considerada una enfermedad por las ciencias de la salud modernas, no tiene sentido hablar de terapias y curaciones.
En eso coinciden la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Consejo Europeo y la Organización de los Estados Americanos (OEA). La Organización de las Naciones Unidas hizo una excitativa a prohibir las llamadas terapias pese a la resistencia de los países miembros más conservadores.
Los “tratamientos” van desde métodos violentos, como las “terapias de aversión”, consistentes en suscitar el rechazo de conductas homosexuales mediante su asociación con experiencias negativas, dolorosas o repugnantes. Este tipo de procedimientos son equiparados con la tortura.
Hay procedimientos menos radicales pero, aun en esos casos, la gran mayoría de la literatura científica advierte sobre la posibilidad de considerables daños sicológicos. Esos “tratamientos” no logran alterar las conductas e inclinaciones de las personas sometidas a ellos, y al final solo queda la frustración por la imposibilidad del cambio o la represión de las inclinaciones normales y la identidad.
No existen pruebas de éxito —y tampoco la necesidad de lograrlo—, pero abundan los desenlaces trágicos, la depresión y hasta las conductas suicidas. El peligro aumenta cuando las “terapias de conversión” son aplicadas a los jóvenes para obligarlos a satisfacer las expectativas de sus familias y sociedad.
Por eso, el proyecto de ley en discusión pretende impedir y sancionar esas prácticas en el país: “Queda prohibido coaccionar o forzar a una persona a esconder, modificar o negar sus características sexuales, identidad de género, expresión de género u orientación sexual, así como someterla a tratamientos aversivos de cualquier índole que pretendan convertir, revertir o modificar a modo de pretendida curación sus características sexuales, expresión de género, identidad de género u orientación sexual y que representen una amenaza para su salud física y mental, bienestar y/o libertad individual”, dice el proyecto. Esos objetivos merecen apoyo para dar un paso más en la lucha contra la discriminación y a favor del respeto al derecho ajeno que, como bien dijo Juárez, es la paz.