
Las cifras no admiten dudas. La actividad agropecuaria nacional se encuentra en recesión. Tres trimestres de caída en su producción lo revelan claramente. Es tiempo más que suficiente para que se hubieran articulado respuestas oficiales oportunas y eficaces ante la crisis. Sin embargo, estas son inexistentes, como también lo han sido las acciones preventivas para evitar o aminorar el proceso. Peor aún, ni siquiera ha existido voluntad de diálogo por parte de las autoridades, según denuncian representantes de los productores.
Los datos del Banco Central sobre el crecimiento interanual del producto interno bruto (PIB) revelan nueve meses de retroceso en el sector, y la mayoría de los rubros contemplados ya están en números rojos. El índice censual de actividad agropecuaria, conocido como Imagro, que también incluye en sus mediciones la ganadería, reporta una caída general de ocho meses. Y mientras la variación negativa para los productos de exportación es de un semestre, los destinados al mercado local llevan 19 meses decreciendo.
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La pérdida de empleos es uno de los efectos más demoledores del fenómeno. De 211.394 personas ocupadas al primer trimestre del año pasado pasamos a 189.004 en el actual, una pérdida del 10,6%. Y sus posibilidades de conseguir otro trabajo son reducidas, por lo que existe el riesgo de que no les quede otra opción que una profunda precariedad o dedicarse a actividades ilegales, sobre lo que alertó el economista Víctor Umaña, experto en desarrollo agropecuario.
Las razones del deterioro productivo –que aún no muestra señales de detenerse, sino al contrario– son varias. A ellas se refirieron representantes de diversos grupos gremiales y especialistas en la materia, aunque no el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), a pesar de que le solicitamos su valoración, otra señal de insensibilidad e inacción oficial.
Efectos climáticos adversos, que alteran los ciclos de producción. Deficiencias en infraestructura vial y portuaria, con cuellos de botella logísticos. Reevaluación del colón frente al dólar, que abarata las importaciones, encarece las exportaciones y, así, golpea a los productores. Altos costos relativos de producción frente a competidores externos. Reducción en la demanda local, por la caída en el turismo y un menor dinamismo en el consumo de los hogares. Ausencia de oportuno acompañamiento técnico por parte del MAG. Obstáculos enormes en el registro de agroquímicos modernos, más eficientes y menos contaminantes.
Las anteriores son variables nacionales críticas a las que deben añadirse restricciones en las importaciones de Europa, por factores ambientales y fitosanitarios y, sobre todo, el efecto desigual de la política arancelaria emprendida por el gobierno estadounidense. Al aplicárseles un arancel del 15% a nuestras exportaciones a su mercado, nos ha puesto en desventaja frente a competidores como Ecuador, Colombia, Perú, Guatemala y Honduras, con solo el 10%. Además, los tres primeros tienen enorme escala y eficiencia.
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Tan complejo entramado de factores requiere una gran atención, prevención y acción gubernamental. Porque si bien corresponde a los productores la tarea de ser más eficientes, adaptarse a los desafíos de vieja data y prepararse ante los nuevos, son las autoridades las responsables de diseñar y aplicar las políticas públicas que faciliten y estimulen sus tareas. En esto, las omisiones, yerros e incluso desdén han sido enormes.
Ni siquiera ha existido voluntad de apertura ante los agricultores. Óscar Arias Moreira, presidente de la Cámara Nacional de Agricultura y Agroindustria (CNAA), lo puso de manifiesto al decir que llevan tiempo pidiendo diálogo con el gobierno para analizar los factores coyunturales y estructurales que afectan al agro, sin respuesta.
Sobre el primer conjunto de factores, no existen planes concretos de reactivación, atención o contención de daños. Así lo reclamó Guido Vargas, secretario general de la Unión de Pequeños Agricultores Agropecuarios Nacionales (Upanacional). Menos se ha logrado –ni siquiera intentado– elaborar una política de largo alcance, que tome en cuenta, precisamente, los desafíos estructurales por las particularidades del sector agropecuario, especialmente sus fallas de mercado, que no se resuelven solas.
Sobre esto han insistido por años varios especialistas, sin éxito. También han destacado la necesidad de una readecuación de las instituciones directamente responsables del sector. Pero el MAG, en lugar de mejorar, ha empeorado con alarmante celeridad durante los últimos tres años.
De ahí la frase, tan lapidaria como certera, del economista Umaña: se puede cerrar “y no pasa nada”. Pero algo debería pasar, con urgencia y sentido estratégico. No estamos ante coyunturas simples y volátiles. Los factores que golpean el sector agrícola tienen gran amplitud y hondura. Las iniciativas ante ellos deberían ser del mismo calibre. Por desgracia, no hay indicios, siquiera, de real sensibilidad oficial ante el enorme riesgo que implica su deterioro.
