Cuando explotó la pandemia, en todo el planeta se cerraron los centros educativos y la educación a distancia se improvisó en la mayoría de los casos, y virtualizó, en otros. Costa Rica no fue la excepción, y los efectos del cierre en el bienestar de la población estudiantil podrían ser devastadores.
El Programa Estado de la Nación (PEN) reportó recientemente que un 23 % de los docentes del sistema educativo público carece de conexión estable a Internet, lo cual obstaculiza el ya difícil proceso de aprendizaje remoto. Un 2 % no tiene conexión del todo, lo que equivale a 751 educadores de direcciones regionales que arrastraban vulnerabilidades y rezagos socioeconómicos previos, como Sulá, Peninsular, Grande de Térraba, Aguirre, Santa Cruz, Nicoya y otros.
En mayo, dos meses después del cierre, un 6 % (2.397), mayormente de primaria en zonas rurales, no había tenido ningún contacto con sus alumnos.
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Por su parte, solo poco más de la mitad de los estudiantes de colegios públicos tienen conexión a Internet, según reportó el Ministerio de Educación (MEP) en julio. Para esa fecha, tras las vacaciones de 15 días, la exclusión por abandono del curso lectivo llegó al 8,5 %, más de 3 veces lo reportado en los últimos 2 años, y podría seguir aumentando.
Los retos de recibir formación a distancia van más allá de la conexión a la red y del equipo que se tenga en la casa. Inciden otros factores, como la carencia de herramientas pedagógicas apropiadas para la educación no presencial, falta de destrezas tecnológicas de docentes o de estudiantes, un entorno no apto en miles de hogares para servir de apoyo al proceso educativo, las particularidades individuales de los niños y jóvenes (rezagos en ciertas materias, capacidades desiguales, dificultades cognitivas y de aprendizaje, etc.), entre otros.
Las brechas preexistentes se están profundizando a un punto que puede tomarnos años revertir. Simulaciones realizadas por el MEP con ayuda del Banco Mundial mostraron que en el escenario de no regreso a las aulas por el resto del año (un 13 % de días lectivos presenciales —febrero y marzo— y un 87 % a distancia) el resultado es una disminución promedio del 60 % del nivel de habilidades y conocimientos que debieron adquirir durante el año. El porcentaje de rezago es mayor en los estudiantes del quintil más pobre.
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Otros efectos. El impacto del cierre no se limita a lo cognitivo, tiene un alcance de casi 360 º. La socialización es fundamental para crecer emocionalmente saludables y adquirir destrezas blandas.
Además, se suspendieron otras actividades paralelas a la formación académica, como deportes, artes y actividades recreativas, extracurriculares y terapéuticas, y, para algunos, la alimentación. Hay contenidos imposibles de estudiar sin un espacio físico y sin los materiales adecuados, como en la educación preescolar.
Esta situación presagia una tragedia, palabra fuerte que no es hipérbole cuando hablamos de una cohorte de más de un millón de estudiantes que podrían, por esta situación, estar condenados a la pobreza y la exclusión social, como la llamada generación perdida de los años 80, lo cual comenté en otro artículo hace unos meses.
Las ventajas de estar en casa en vez del aula se limitan casi exclusivamente a la prevención del contagio por coronavirus. Pasada la primera ola pandémica, a sabiendas de que, por diversas razones, no hay entorno virtual que supere cualitativamente la educación presencial, en varias naciones del mundo se efectúa algún tipo de retorno a la educación presencial, con la prevención sanitaria como prioridad. Eso implica prueba y error, así como estrategias diferenciadas según los niveles de necesidad, de capacidades y riesgo.
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Los cierres escolares se han concebido como apoyo a la salud pública, pero en ciertos contextos tendrían poco impacto en la reducción de contagios y, además, crean riesgos sociales que rebasan el beneficio buscado: cuando los menores habitan en viviendas de alta densidad, en asentamientos informales o de desplazados, en hogares sin recursos básicos de subsistencia o sin acceso a higiene básica, según la Alianza para la Protección de la Niñez y Adolescencia en la Acción Humanitaria.
No hay una receta única para decidir si debe continuar la formación remota, volver a las aulas o crear un modelo híbrido, que combine ambas, dice una interesante investigación de la consultora McKinsey & Company.
El uso de los datos, como recomienda el PEN, es esencial para tomar toda decisión al respecto. También es fundamental evaluar los riesgos de estar en la casa y los de volver a clases. ¿Cuáles son en uno y otro entorno para la salud de los menores, para su desarrollo cognitivo y educativo, para su bienestar integral y su seguridad?
Estas valoraciones deben hacerse contextualizadas: por grupo etario, situación socioeconómica, condiciones del entorno inmediato del menor, grado de conectividad de centros educativos y hogares, la situación pandémica local de donde está cada centro educativo, entre otros parámetros.
McKinsey recomienda, en primer lugar, dedicar más recursos a quienes experimentan más desafíos: estudiantes que carecen de electricidad, Internet o equipo en el hogar, tienen necesidades especiales o están en mayor riesgo de exclusión, hijos de trabajadores esenciales, como los de la salud y los mismos docentes. En segundo, aprovechar que los centros educativos están vacíos para atender presencialmente a aquellos en más peligro de exclusión, con los protocolos sanitarios adecuados.
Si se determina que no es conveniente llevarlos a las aulas, los esfuerzos de dotación de computadoras, de conexión a Internet y de apoyo para desarrollar destrezas tecnológicas deben dirigirse primero a esos grupos.
Grupo vulnerable. Miles de madres, muchas de ellas jefas de hogar, no podrán reintegrarse a trabajar si no cuentan con redes de cuidado para sus hijos menores.
Ese grupo debe también considerarse prioritario en los planes de regreso a lecciones presenciales. Los niños en edad preescolar son otro grupo de atención urgente, ya que la formación virtual es inadecuada a esa edad e imposible sin mediación familiar.
Países como Nueva Zelanda, Dinamarca y Uruguay ofrecen ejemplos sobre cómo implementar el regreso a clases minimizando los peligros. Entre las medidas que aplicaron están estrictos protocolos de higiene, grupos pequeños que permitan el distanciamiento físico y que no puedan mezclarse entre ellos, en horarios o días alternos, uso de mascarillas para mayores de cinco años, testeo y trazado en los centros educativos.
Ciertamente, esto plantea retos adicionales: la infraestructura (cantidad de aulas) puede no dar abasto; no habría suficiente personal docente y de apoyo; para las madres que necesitan trabajar, no es práctico que sus hijos vayan a clases solo por ratos. Por ende, el nivel de adaptación que se requiere para ofrecer algo de normalidad a nuestros menores es muy elevado y atañe a toda la sociedad.
Ahí, entran la creatividad, la innovación y el apoyo de las comunidades, municipalidades, Iglesias, organizaciones no gubernamentales, los diversos sectores sociales y las instituciones públicas.
Se puede recurrir a estudiantes de Educación, de Preescolar, de Psicología y de Servicio Social para que den apoyo; usar centros comunales y parroquiales y otros espacios similares para cuidar a los menores cuyas madres trabajan; diversos miembros de las familias podrían turnarse para acompañarlos en el trayecto hacia la escuela y viceversa, o en el cuidado en esos centros (algo parecido a como funcionaban los hogares comunitarios creados por Gloria Bejarano en los noventa).
Otro criterio para la apertura es la situación pandémica local. Se pueden hacer planes piloto en escuelas de los distritos del país con menores tasas de contagio, con un abordaje y seguimiento interinstitucionales constantes, con la salud y la seguridad como criterios rectores.
En Costa Rica las políticas están centralizadas en el Ministerio de Educación, y antes de la pandemia ya estaba contra la lona en muchos sentidos. El contexto derivado de la covid-19 amerita un replanteamiento del esquema de toma de decisiones para que se consideren las diversas necesidades, capacidades y riesgos a lo largo y ancho del país.
Deben promoverse diálogos con las comunidades, los directores de escuelas, los docentes, los progenitores y otros actores de la sociedad, con el fin de tomar decisiones contextualizadas sobre por qué, cuándo y cómo deberían abrirse centros educativos o mantenerse cerrados total o parcialmente, y hasta cuándo, siempre teniendo en cuenta el bienestar integral del estudiantado.
Si el MEP no inicia el proceso de diálogos con miras a abrir aquellos centros donde sea seguro y hasta necesario hacerlo, está en manos de las comunidades y las familias organizarse y generar el proceso.
La autora es activista cívica.