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Eliécer Feinzaig claramente no es “fascista” y calificarlo así no pasa de ser un intento de insulto. (Archivo)
“Neoliberal y fascista”, gritaron las agresoras al diputado electo Eliécer Feinzaig mientras lo bañaban en pintura. El propio político se define como liberal. Si el prefijo “neo” le calza o es simplemente una forma de asociarlo con políticas criticadas por la izquierda, podría ser objeto de discusión.
Claramente no es “fascista” y calificarlo así no pasa de ser un intento de insulto.
Entre el liberalismo moderno y el fascismo hay una distancia irreconciliable. Los liberales ponen mucha fe en las fuerzas del mercado y menos en la intervención del Estado, pero no son libertarios y asignan al gobierno un papel relevante en la consecución de fines sociales.
El llamado liberalismo manchesteriano es cosa de otro siglo y no viene al caso profundizar sobre su radicalismo.
Los liberales de hoy creen en los derechos humanos y las libertades civiles, incluidas las causas acogidas por demócratas de otras tendencias.
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El término se presta para equívocos, porque no es igual el liberalismo en Estados Unidos, donde la etiqueta distingue a grupos ubicados entre el centro y la izquierda, y el liberalismo en otras latitudes, donde denota simpatías en la dirección contraria.
En cualquier caso, la orientación liberal como la entiende Feinzaig es perfectamente respetable y humanista, no repudiable como lo son todas las formas del fascismo.
El problema de las etiquetas y de su falsa equiparación es que conduce precisamente a donde terminó la participación del futuro diputado en la marcha conmemorativa del Día Internacional de la Mujer: en la agresión en vez del debate, en el insulto en lugar del razonamiento.
Entre la identidad liberal de Feinzaig y el respeto a la mujer, el repudio a la discriminación y el rechazo de la violencia no hay incompatibilidad alguna.
Por el contrario, un liberal, en el buen sentido de la palabra, abraza esas causas como fundamentos indispensables de la libertad y dignidad humanas.
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Ahora que las etiquetas son tan socorridas y pretenden suplantar los argumentos, me siento obligado a aclarar que no comparto todas las opiniones del futuro diputado y en mucho discrepo de los planteamientos de su partido.
Tengo mis razones y en alguna oportunidad las defendí en una entrevista con Feinzaig, pero no encuentro motivo para descalificarlo y menos para negarme a marchar a su lado por una causa justa, de la cual es un defensor bienvenido, no importa si alguna vez se prestó para ser malinterpretado.
agonzalez@nacion.com
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.