Dialogar sobre Alfonso Chase será como seguir el hilo del viento. Y al mencionarlo, no solo referencio una cita de Yolanda Oreamuno, y el título de uno de los cuentos de la colección Mirar con inocencia. Lo digo, porque sería imposible, en la brevedad de unos minutos, señalar la labor de un hombre que ha incursionado, con acierto, en la poesía, el cuento, la novela, el ensayo, la investigación literaria, la docencia en la educación superior y un trabajo continuo y sostenido, durante ya casi seis décadas, como defensor de la cultura.
Por eso será prudente referirme a ese niño cartaginés, que alguna vez marchó, en 1949, con quepis y pantalón corto, al frente del tumultuoso desfile fúnebre de Carmen Lyra. Con donaire, y al parecer con plena conciencia de que su destino estaba enrumbado hacia las letras, despedía a una mujer que no solo hizo una obra literaria, pues también fue la voz valiente que denunció la injusticia y nos condujo por los senderos de la utopía.
Me refiero al mismo pequeño que, tras la ventana de su casa en Hatillo, miraba pasar la gente. Encontraba diversidad de miradas, palabras, sentires, andares, y de esa manera tomaba nota para dar vida a un sinfín de personajes, que hablarían con voz propia, en esa otra ventana que es la página de un libro.
Las carátulas, las agujas, los engranajes y la precisión del tiempo se daban cita en la Relojería Chase, un apellido que pudo resultar extraño y poco común en los barrios del Sur de esa San José de los años 40 y 50 del siglo pasado. El padre del poeta, aparte de hablar en inglés, sabía encapsular el tiempo y, de alguna manera, la memoria, en cada uno de los relojes que reparaba. Y también tenemos a doña Luisa Brenes, la madre, que colocaba, con cuidado, el retrato de un escritor en una de las paredes. Era el de Hans Christian Andersen, el autor de cuentos para niños, que se encontraba rodeado de sus personajes. Y en la medida en que el sol transitaba por la ventana, o sea el tiempo que el señor Chase guardaba en los relojes, cambiaban de colores las figuras de La Sirenita, el Soldadito de Plomo o la Bailarina de las Zapatillas Rojas.
De alguna forma, el pequeño Alfonso guardaba esa herencia de padre y madre, la de atrapar en tiempo, la memoria, con precisión y detalle dentro de relojes construidos con palabras, tan cambiantes y plurales, como los colores del retrato de Andersen, que nunca son los mismos.
El adolescente, estudiante del Liceo del Sur, un colegio público recién fundado por aquellos tiempos, encontraría un hogar en la poesía. Pudo haber estudiado otras disciplinas. Recuerdo un profesor de la secundaria, contemporáneo suyo, que me aseguraba: “Chase era el mejor de la clase en matemática”, y eso no es de extrañar, pues aún hoy encontramos a un poeta que desentraña un texto de economía, hace análisis acuciosos de la situación política y mantiene la mirada vigilante sobre la situación del país.
Ha de ser esa misma visión cosmopolita, de ser hijo de un padre con acento extranjero en una Costa Rica por la que circulaba aún el carretón, y cuyos patios se aromaban con reinas de la noche, que lo llevó a otros rumbos. Se sabe que transitó por la Ciudad de México, en cuyas calles encontraría a sus amadas Eunice Odio o Elenita Garro, pero también lo llevarían a La Habana para ver bailar a Alicia Alonso, a deslumbrarse con los rascacielos de Nueva York, a recorrer los salones del Museo del Prado en Madrid, las riberas del Sena en París o a pensar en otros porvenires de cara al Kremlin, en Moscú. Y es que, cuando se habla con Alfonso Chase, se amplían los límites del mundo, como si leyéramos, con igual interés, un refranero popular costarricense o El libro rojo de Jung; podemos hablar de los remedios caseros de las abuelas o adentrarnos en el secreto guardado en un conjuro escrito por el mago Merlín.
LEA MÁS: Alfonso Chase recibe medalla Fray Luis de León por su trayectoria en la poesía
Es el mismo Alfonso que fue testigo de las luchas estudiantiles del 68; él supo de Tlatelolco en México o del envalentonamiento del Mayo Francés. Por eso, nos encontramos al joven que es arrestado, en una de las protestas suscitadas por ALCOA. La fotografía debe ser estudiada con detenimiento, pues los oficiales conducen al joven Chase, rebelde, con su cabello largo, portador de un arma peligrosa, y absolutamente censurable. No es un cuchillo, tampoco una pistola y mucho menos una metralleta. El joven Chase carga un libro, y dudo que le haya resultado útil para defenderse de los golpes que pudieron haberle propinado, pero fue uno de los instrumentos más eficaces para cumplir ese cometido: el de defender la causa justa, el de ser retenedor de la memoria.
Y es que, si hablamos de nuestro país, también debemos evocar su desmemoria. A inicios de la década del 70 poco se sabía de quienes habían atrapado, tiempo atrás, la palabra. Con el fallecimiento de don Joaquín García Monge, en 1958, se había cerrado esa cátedra luminosa que fue El Repertorio Americano, y aún existían los rencores y rencillas propios de una guerra que no hacía más de veinte años había concluido. Por eso, encontramos a Chase en la Biblioteca Nacional, y en otros centros documentales, para rescatar las voces de escritores que lo antecedieron. De forma pionera, empezamos a conocer antologías de Lisímaco Chavarría, Roberto Brenes Mesén, Max Jiménez, Eunice Odio o Carmen Lyra.
Como director del Departamento de Publicaciones del recién fundado Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes (como se llamaba entonces) se lograron publicar estudios para saber quién fue y qué hizo Omar Dengo, María Isabel Carvajal o Henri Pittier. De esa manera se consolidó un trabajo cultural inagotable, que sería continuado, en años posteriores, por otros investigadores.
Alfonso se ha distinguido por experimentar con el lenguaje, en dar una identidad definida a cada uno de sus libros. Desde que publicó Los reinos de mi mundo, en 1966, elaboró una amplia y diversificada producción inscrita en múltiples géneros literarios.
Es un escritor que lee y escucha. Como el niño que ve pasar a la gente tras la ventana de su casa, mira rostros, encuentra razones para la alegría, la meditación o la amargura. Es el niño que hace hablar a presidentes, primeras damas y ministros en una novela histórica como El pavo real y la mariposa, o nos recuerda a otros cuya voz no siempre fue reconocida por la academia, como la de aquella mujer que insistía: “No ve que yo nací pepiada”.
Como si se tratara de tejer, con la palabra poética, la memoria de su tiempo, Chase afirma: “Todo hubiera sido perfecto si no existieran los recuerdos”, y de esa manera inicia su novela Los juegos furtivos (1968), y es que durante décadas ha salvaguardado acontecimientos de la historia colectiva y la personal, también ha elevado la conciencia crítica de diferentes generaciones. Ha de ser por ello que en ese mismo texto afirma: “El recuerdo existe. No lo invento”. Es Costa Rica, en su obra, la casa habitada por una familia compleja, y ha de ser por ello que, en 1976 afirmaba en su Libro de la Patria: “Aquí la mano dulce de la abuela inscribió los nombres de los hijos y puso en orden el nacimiento de los nietos.”
Siempre experimentador, en uno de sus últimos títulos, Rendición de cuentas (2022), convirtió su voz poética en denuncia, y por eso sostuvo: “Una poesía contaminada de vida. El yo enhiesto refleja a los monstruos despiertos de la infamia: esos que no descansarán ya nunca en paz.”
Existen otras razones para asegurar que Chase resguarda la memoria. No contento con sus escritos, ha hecho un papel determinante en la formación de jóvenes escritores. Fuimos muchos quienes lo visitamos, con un aire que podía oscilar entre la admiración, el temor o la reverencia, en ese apartamento que se llamaba «Castalia».
Era una especie de guarida mágica, ya desaparecida, situada detrás del Museo Nacional, en una calle avivada por casas señoriales y jardines con veraneras durante el día y una soledad sombría por la noche. En la esquina se hallaban las instalaciones de Radio Reloj, otra curiosa coincidencia relacionada con el marcaje del tiempo. Debe reconocerse que era una de las emisoras más escuchadas en esa Costa Rica, la cual presentaba el noticiero de las doce, que aparte de anunciarse con el ceremonioso Ave María de Schubert, presentaba sus famosos editoriales de tres minutos, cargados de diatribas contra el llamado «terror del comunismo».
Allí estaba «Castalia». Se debía bajar unos escalones de cemento, para encontrar una puerta transparentosa, que permitía el acceso a un sótano de tres habitaciones colmadas de libros. Uno miraba, entre tanto objeto, la escultura de un gnomo tallado en madera, la imagen del Corazón de Jesús y la fragancia permanente del tabaco que fumaba el poeta. Al contrario del discurso que se divulgaba en Radio Reloj, que dividía el mundo entre buenos y malos, derechistas e izquierdistas, ateos y religiosos, pacífica y honrada gente demócrata y perversos comunistas; en la Castalia de Chase se vislumbraba la integración de los saberes, una ampliación de perspectivas, donde el discurso de Lenin podía convivir con el estudio de la historia de nuestra Negrita de los Ángeles; el libro de ciencias sociales dialogaba con las colecciones de cuentos de hadas.
Los aspirantes a escritores, que nos atrevimos a llamar a esa puerta, recibíamos en calidad de préstamo, un viejo ejemplar de Cartas a un joven poeta, de Rilke. Aunque no comprendiéramos la trascendencia de ese acto, empezábamos a descubrir que el oficio es lento, detallado y que encierra una ética. “Escribir es un trabajo”, insiste Chase, “es un trabajo que no siempre es reconocido y remunerado. Hacer un libro es un acto de disciplina, constancia, de pasión contenida, de reflexión permanente”. Por eso, si me permiten una digresión personal, siempre tengo presente unas palabras, de su puño y letra, en una antología personal de Rimbaud: “el camino de la poesía es difícil, pero también tiene su luz”.
Podríamos hablar de premios y reconocimientos, son muchos, entre ellos varios Aquileo J. Echeverría en distintas ramas, el Premio Joaquín García Monge de Periodismo Cultural, el Carmen Lyra de Literatura Infantil, el Magón de 1999 o el doctorado honoris causa, otorgado por la Universidad Nacional, en el 2022. Sin embargo, ser uno de los autores más leídos, ser una conciencia crítica de nuestro tiempo y permanecer en la memoria, ha de ser ese máximo reconocimiento. Esperamos más libros, y que haya Chase para rato.
Irreverente siempre, habitante de esta ciudad en la que ya no se ven los carretoneros, pero se asoman los sicarios, Alfonso es el la voz crítica y el dato certero. Sus textos no envejecen. Los colegiales de hoy se entusiasman con un cuento como el de los relojes, y existen niños que se intrigan la historia de la Cenicienta que habitó una vez en Cartago o los relatos de Sibú en las montañas de Talamanca.
Actual y joven, hoy es un asiduo usuario de Facebook, donde está listo para divulgar, con sus características letras en mayúscula, los libros que ha leído, o para hacer la crítica social, y no dejar títere con cabeza.
Alfonso Chase, enfant terrible de la vida y la literatura, aquí estamos pues reconocemos tu legado imperecedero y te queremos. En una silla también está tu papá que guarda el instante en un reloj de cuerda; allí se encuentra tu mamá doña Luisa, con un pañuelito bordado con punto de cruz que le regaló Carmen Lyra; a esta sala vino Eunice Odio acompañada del arcángel San Miguel; Lilia Ramos, allá atrás, sonríe discretamente y Chavela Vargas desea regalarte un bolero. Todos ellos, y muchos más, estamos aquí, pues tus páginas van y vienen en el viento portentoso de la memoria.
El autor es profesor de la UCR y la UNA. Es miembro de la Academia Costarricense de la Lengua.