
Su frondoso pelaje verde, sus ojos amarillos tan brillantes como las luces de un árbol navideño y ese carácter que parece hecho de sarcasmo y copos de nieve, lo hacen imposible de ignorar. El Grinch, el célebre amargado que odia la Navidad,pero que en el fondo la entiende mejor que nadie, cumple 25 años desde que saltó de los libros del Dr. Seuss a la gran pantalla, con el rostro elástico y la energía sin límites de Jim Carrey.
Aquel ser gruñón, que Dr. Seuss dio vida en 1957 con How the Grinch Stole Christmas! (¡Cómo el Grinch robó la Navidad!), pasó de ser un cuento infantil ilustrado a un símbolo inmortal de las fiestas, como un adorno que nunca se guarda del todo en la caja.
Y aunque ha tenido muchas vidas —una famosa y tierna versión animada de 1966, un musical y hasta una cinta en 3D—, la versión del año 2000, dirigida por Ron Howard, encendió una chispa singular en la audiencia, como si cada pantalla se hubiera convertido en una pequeña Villaquién, donde la nieve blanquea la habitación de tv. Cada vez que la película vuelve, generalmente en diciembre, se siente como abrir el mismo regalo de siempre… y descubrir que aún sorprende.

La magia cinematográfica del 2000
Tras la muerte del Dr. Seuss en 1991, su viuda Audrey Geisel comenzó a considerar ofertas para llevar algunas de sus historias al cine y, en 1998, decidió subastar los derechos de How the Grinch Stole Christmas!, luego de varias décadas en las que el autor había rechazado adaptaciones de gran formato.
Universal Pictures, en alianza con Imagine Entertainment, vio en el Grinch una oportunidad estratégica: un éxito global navideño capaz de convertirse en un clásico y de alimentar no solo la taquilla, sino también el área de parques temáticos, donde ya se desplegaban otros mundos salidos de la imaginación del autor.
El estudio pagó hasta $9 millones (alrededor de ¢4.375 millones) por los derechos de esta obra y de Oh, the Places You’ll Go!. En setiembre de 1998 confirmó oficialmente a Howard como director y coproductor, y a Carrey como protagonista, poniendo en marcha una producción de gran escala cuyo presupuesto rondó los $123 millones (cerca de ¢60.000 millones) y cuyo rodaje principal se desarrolló entre setiembre de 1999 y enero de 2000.

Estrenada un noviembre con aires navideños, El Grinch fue un fenómeno: recaudó más de $345 millones a nivel mundial (al rededor de ¢167.000 millones) y ganó el Óscar al mejor maquillaje, un premio tan merecido como un buen tamal en diciembre.
El secreto del éxito fue una fórmula poco común: un personaje amargado, un actor en su punto más luminoso y un mensaje que recordaba a todos que la Navidad no se compra, sino que se siente, como ese momento en que las luces del árbol se encienden y la familia se reúne para compartir, algo que no cabe en ninguna factura.
Carrey, entonces una superestrella gracias a Ace Ventura, La Máscara y Mentiroso, Mentiroso, llevó al personaje a un territorio de comedia física y emocional que pocos esperaban. Con su cuerpo transformado en un torbellino verde, su risa maníaca como campanas desafinadas y su mirada melancólica, dio vida a una criatura contradictoria: grotesca y tierna, malhumorada pero profundamente humana y enamoradiza, como un corazón envuelto en papel de lija.

Un mundo como dentro de una bola de nieve
El diseño de producción, galardonado y desbordante, convirtió los escenarios en un sueño de azúcar derretido: calles torcidas y casas redondeadas como bastones de caramelo, en resumen una Villaquién sacada directamente de la imaginación del Dr. Seuss, como si los dibujos hubieran saltado de la página para volverse reales.
Ver la cinta es como quedar atrapado dentro de una bola de nieve en movimiento, donde cada copo brilla con un exceso juguetón propio de la temporada, y en el que cada rincón parece gritar “¡Feliz Navidad!” con la misma emoción desbordada de los Quién, los entrañables habitantes de la singular villa.
Los detalles son tan exagerados que la pantalla se siente saturada —a propósito— de nieve, luces y paquetes, como un desorden que hubiera sido decorado después de demasiados cafés.
En medio de ese carnaval de colores, la figura verde del Grinch resalta como una mancha de hierba en un paisaje de azúcar: disonante, incómoda y, al final, indispensable para que el cuadro tenga profundidad.
Su guarida en la Montaña del Crumpit es el reverso perfecto de Villaquién: una cueva fría, llena de inventos chatarra, sombras largas y eco de risas que nunca fueron, como si toda la tristeza, ausente en la Navidad, se hubiera escurrido hasta ahí.

La otra cara del corazón verde
Detrás del maquillaje, las luces y los adornos, la historia del Grinch toca un hilo sensible: el del niño rechazado por ser distinto.
El pequeño Grinch, ridiculizado por su aspecto y por su ingenuo intento de conquistar a Martha May, termina exiliado en la soledad de la Montaña del Crumpit siendo apenas un niño, como el adorno roto que se tiró a la basura antes de darle una segunda oportunidad.
Con el paso de los años, su rabia se alimenta de los restos de la abundancia de los Quién: envoltorios, sobras de comida, juguetes rotos y adornos tirados en la basura… símbolos de un consumismo que parecía tragarse el verdadero espíritu de la Navidad y que él recoge como un coleccionista de decepciones.
Es ahí donde la obra del Dr. Seuss cobra su profundidad moral: el Grinch no odia la Navidad, sino su versión comercial y vacía, esa que suena como villancico en parlantes de centro comercial pero no se siente en el corazón.
Cree que si roba los regalos, apagará también las sonrisas, como si pudiera apagar la Navidad bajando un solo interruptor. Pero cuando escucha a los Quién cantar sin nada material que celebrar, comprende que la Navidad, “tal vez no viene de una tienda. Tal vez la Navidad, significa un poco más”.
Ese “tal vez” funciona como una pequeña luz en medio de la cueva, una chispita que le hace crecer el corazón tres tallas y le devuelve la fe perdida en la humanidad, como si, al fin, alguien hubiera colgado una estrella en su cielo personal.

‘El Grinch’ bajo la lupa de la crítica y el encanto de su música
Aunque en la primera Navidad del siglo algunos críticos calificaron la película como “demasiado ruidosa” o “empalagosa”, la mayoría coincidió en que la interpretación de Carrey sostuvo el alma de la cinta. Su actuación fue un vendaval de gestos, humor físico y ternura escondida, que transformó al Grinch de villano a antihéroe entrañable, como ese familiar gruñón que se sienta al borde de la mesa, protesta por todo, pero sin el cual la cena no se siente completa.
Además, el diseño de maquillaje —que requería a Carrey más de tres horas diarias de preparación— y los minuciosos vestuarios y prótesis de personajes como Cindy Lou, Martha May o el alcalde Augustus, dieron lugar a un universo visual inolvidable, tan detallado que casi podía olerse el chocolate caliente y escucharse el crujir de la nieve bajo los zapatos.
A esto se le agrega que la banda sonora de El Grinch funciona como un puente directo con el especial animado de 1966, porque conserva sus himnos más reconocibles y los reinterpreta en clave más orquestal y cinematográfica: You’re a Mean One, Mr. Grinch y Welcome Christmas nacieron en el especial televisivo y desde entonces se convirtieron en la voz musical del carácter gruñón del personaje y del espíritu comunitario de Villaquién.
En la versión del 2000, estos temas regresan como guiños nostálgicos: Jim Carrey interpreta su propia versión de You’re a Mean One, Mr. Grinch mientras el personaje se prepara para robar la Navidad. Dicha secuencia se siente como un desfile de travesuras envuelto en sombras verdes, una coreografía de maldad juguetona.
Por otro lado, las variaciones de Welcome Christmas se integran para subrayar la tristeza luminosa del momento en que los Quién cantan sin regalos, dialogando directamente con la escena coral del especial del 66 y reforzando la idea de que la verdadera Navidad no depende de los objetos, sino de la comunidad, de las voces que se toman de la mano aunque el árbol esté vacío.
A este legado se suma la balada que interpreta Cindy Lou, Where Are You, Christmas?, que funciona como el lamento íntimo de una niña que siente que la Navidad se ha vaciado de sentido entre tanto ruido, compras y competencia; su pregunta inocente sobre por qué la Navidad “ya no se siente igual”, se convierte en el puente emocional que lleva del desencanto a la recuperación del espíritu navideño, como si su vocecita abriera una grieta en el corazón del Grinch por donde al fin puede entrar la luz.

El legado verde que no se apaga
A lo largo de los años, El Grinch se ha mantenido como un símbolo navideño tan icónico como Santa Claus o Rodolfo el reno. Como se adelantó al principio de este artículo, su esencia ha sido reinventada en múltiples formatos: el especial animado de 1966, los spin-offs televisivos de los años 70 y 80, y la película animada de 2018, que ofreció un Grinch más contemporáneo y emocionalmente suave, como una versión menos áspera del mismo corazón herido.


Con el paso del tiempo, el personaje ha dejado de ser solo “el que robó la Navidad” para convertirse en un espejo incómodo y entrañable de todos los que alguna vez han querido apagar las luces y esconderse de las fiestas.
Con los años, el Grinch saltó de la pantalla al árbol de Navidad y al armario: hoy es un personaje omnipresente en adornos, esferas, coronas, luces, pijamas, suéteres ugly Christmas, peluches y toda clase de objetos que convierten su cara arrugada en parte del paisaje festivo.
En temporadas recientes, cadenas de ropa y tiendas por departamento han lanzado colecciones completas de "Grinchmas", como si el propio cascarrabias hubiera decidido arrugarse en cada etiqueta y cada estampado.
Además, se ha convertido en un favorito de la cultura digital: GIFs y memes del Grinch “odiando la Navidad” circulan cada diciembre en redes sociales, donde su cinismo se usa para ironizar sobre el estrés festivo, la saturación de consumismo y el hartazgo social, haciendo que su figura se mantenga vigente entre nuevas generaciones que quizá lo conocen primero como meme antes que como cuento o película.

En Costa Rica y muchos países, el clásico de Jim Carrey suele reaparecer cada diciembre en distintas plataformas, como si la programación navideña tuviera un botón verde inevitable. Así, cada año se repite el ritual: alguien cambia de canales o abre una aplicación, se topa con el Grinch gruñendo en su cueva y, sin pensarlo mucho, se queda a verlo, como quien vuelve a una Navidad antigua guardada en la memoria.
El Grinch no solo robó la Navidad en la ficción, sino que robó nuestros corazones con su verdad: que el espíritu navideño no cabe en una caja, ni brilla con el oro de las vitrinas. Vive en las risas sinceras, en el calor compartido y en la capacidad de perdonar, incluso después de años de amargura.
Después de todo, cada vez que el Grinch levanta la mirada hacia el cielo lleno de luces y se deja envolver por la Navidad, es como si nos recordara que nuestros corazones también pueden ensancharse para sentir más, como el suyo, hasta tres tallas.
