Desde pequeño, Beetlejuice fue una parte especial de mi vida, principalmente por ubicarse en una etapa donde empecé a conocer la muerte y, ahora, con la expectativa de su segunda parte, decidí darle una nueva oportunidad a la primera. A decir verdad, no soy de los que ven una película dos veces, ya que considero que repetirlas es tiempo perdido para ver algo nuevo. Por eso, Beetlejuice quedó almacenada en mi memoria por tres largas décadas, y revisitarla me trajo algunas sorpresas.
Mi afición por este excéntrico “bioexorcista” comenzó con la serie animada. La cinta, aunque sabía de su existencia (el videoclub de la esquina tenía un cartel enorme en sus instalaciones), no era el tipo de película que mi familia alquilaría. Así que, cuando finalmente tuve la oportunidad de verla, como a los 11 años, recuerdo que me chocó lo diferente que era de la serie: Beetlejuice no era “bueno” ni amigo de Lydia. Sin embargo, esa primera impresión pronto se diluyó mientras me reía montones y quedaba asombrado con los efectos visuales que, a esa edad, me parecieron impresionantes.
Al verla de nuevo lo primero que salta a la vista es cómo algunos efectos visuales no envejecieron de la mejor manera, es inevitable; sin embargo, no dejan de tener ese encanto retorcido y artesanal que los convierte en una maravilla. Los movimientos torpes de las serpientes de arena, el maquillaje exagerado (sinceramente Beetlejuice me daba un poco de asco por el coso verde que tenía en la cara: no sé si era vómito, mocos o pus), y los paisajes surrealistas del más allá reflejan la esencia gótica y excéntrica.
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A pesar de estos detalles técnicos, lo que realmente permanece intocable es la forma en que la película aborda el tema de la muerte. Lo hace con una irreverencia y ligereza poco común en el cine de la época, presentándola como una burocracia que combina lo absurdo con lo macabro. La vida después de la muerte no es una experiencia espiritual, sino una serie de trámites, reglas y oficinas donde los fantasmas esperan en fila para ser atendidos. La cinta convierte el más allá en un espacio lleno de humor oscuro, donde la muerte no es el final, sino el inicio de otro tipo de burocracia.
El tema del suicidio en Beetlejuice
El tema del suicidio se aborda como una mezcla entre lo absurdo y lo reflexivo. La obra sugiere, a través de Lydia, un personaje que escribe su propia carta suicida, que en ese mundo no hay consuelo ni redención a través del acto de quitarse la vida. Su deseo de unirse a los Maitland en el más allá refleja una desesperación al sentirse totalmente sola e incomprendida por sus padres, pero el tono de la película nunca lo lleva a un lugar sombrío. Al contrario, Lydia entiende que la muerte no es la escapatoria mágica que imaginaba.
La escena de Miss Argentina, que hace referencia a que tuvo un “accidente” que no repetiría si supiera lo que sabe ahora, subraya aún más el mensaje irónico de la historia: los suicidas acaban como empleados públicos en el más allá, atrapados en una tediosa oficina, sin escape de sus problemas o responsabilidades.
Esto implica que posiblemente el mismo Beetlejuice fue un suicida, ya que también trabajaba como asistente social de fantasmas, lo que añade una capa de profundidad a su carácter. Beetlejuice, con su papel de “bioexorcista”, está condenado a un trabajo que odia y del que intenta escapar constantemente, una especie de purgatorio en vida y muerte. Su existencia como un “empleado” que rompe las reglas refuerza la idea de que la muerte no es un refugio, sino solo un cambio de escenario donde las decisiones tomadas en vida tienen consecuencias permanentes. Es un recordatorio de cómo el filme trata temas oscuros de manera accesible, presentando la muerte como una rutina burocrática y el suicidio como una trampa, una puerta a una existencia aún más tediosa.
Y, por supuesto, es imposible no mencionar la escena icónica de la canción Banana Boat (Day-O), de Harry Belafonte. Esta secuencia sigue siendo uno de mis momentos favoritos de la cinta, con una Catherine O’Hara que brilla como Delia Deetz, logrando capturar a la perfección esa mezcla de desconcierto, terror y deleite.
Finalmente, ¿es Beetlejuice una obra maestra? Probablemente no. Sin embargo, es una de esas películas que, a pesar de sus imperfecciones, logra algo esencial: divierte. Incluso ahora, 30 años después, sigue siendo una experiencia que se disfruta.
Así que, aunque sus efectos hayan envejecido y la historia tenga sus altibajos, Beetlejuice es esa película irreverente que nos recuerda que incluso en la muerte, hay espacio para el humor absurdo.
Pero, bueno, mucho bla, bla, bla; suficiente del pasado. Ahora solo queda esperar que esta nueva entrega logre capturar el mismo espíritu irreverente que hizo de la primera un clásico. Ojalá me divierta tanto como la original y, quién sabe, tal vez hasta me sorprenda con algo más que solo risas.