El 13 de diciembre marcaría los 71 años de Luis Alberto Campos Zamora, un cumpleaños que, como en ocasiones anteriores, posiblemente no celebrará. Tenía 64 cuando fue visto por última vez, hace seis años y siete meses. Aquella tarde caminaba con lentes de sol, chaqueta anaranjada y pantalones oscuros. Con una mano en el bolsillo y la otra sujetando su bolso, parecía completamente despreocupado.
Sus últimos pasos quedaron grabados por las cámaras de seguridad en el centro de Guápiles. Abordó un taxi de regreso a casa y, desde entonces, nadie volvió a saber de él. Hoy, su caso se suma a la larga lista de personas desaparecidas cuyo paradero se desconoce. Esta es su historia.
Alberto culminó el colegio y comenzó a estudiar derecho; incluso, llegó a trabajar en el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) por un tiempo. De ahí conservó algunos pocos amigos, antes de tomar la decisión de dejar el país.
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Cuando desapareció, tenía ya 40 años de vivir fuera de Costa Rica. Apenas iniciaba sus veintes cuando se mudó a Chicago a trabajar como comerciante y en cualquier alternativa laboral que surgiera. Allí formó su familia, crió tres hijos y recibió tres nietas.
Pese a la distancia, siempre se mantuvo pendiente de sus allegados en Costa Rica y venía al menos una vez al año a visitar a sus seis hermanos, a su madre, y hasta se tomaba el tiempo para ver a sus primos, algunos en Guanacaste.

Su hermana Patricia Campos lo recuerda educado y capaz de entablar largas conversaciones, hasta con los choferes de los servicios de transporte. Era familiar, amable y disfrutaba pasar tiempo con los suyos. Era noble, quizás demasiado, dice Patricia.
Cuando partió hacia Estados Unidos, en él quedó la imagen de una Costa Rica tal como la había dejado en la década de los setenta. “Era muy confiado. Se quedó en la Costa Rica de antes. Nunca entendió que ya había cambiado mucho aquí”, dijo.
Un destino incierto
En febrero de 2019, Luis Alberto llegó por última vez al país. Su madre padecía Alzheimer y su salud se había deteriorado en los últimos meses. Él temía que falleciera sin tener la oportunidad de compartir sus últimos días con ella.
En San José, en casa de su madre y de una de sus hermanas, permaneció durante su estancia en Costa Rica. Sus planes para esta visita no diferían de los de sus viajes anteriores, y a su itinerario nada más agregó una cita médica para arreglar sus dientes, pero decidió acudir a un centro en Guápiles por recomendación de un amigo suyo.
“¿Cómo se te ocurre que vas a ir a Guápiles?”, recuerda Patricia que le dijo una de sus hermanas. Él defendió que el dentista era muy bueno y así aprovecharía el viaje para ver a uno de sus hermanos, que vivía allí.
“Nadie le sacó de la cabeza que fuera otro dentista”, lamentó Patricia. Alberto se dirigió a una clínica situada entre la avenida 5 y 7, en la calle 6, en el centro de la ciudad, y se sometió a un primer tratamiento. Ese día regresó a casa; sin embargo, poco después, uno de sus dientes comenzó a molestarle, por lo que tuvo que volver.

Era un viaje corto de ida y vuelta; antes de que cayera la noche, Luis Alberto estaría de regreso en casa.
Tomó un bus a Guápiles desde San José y contactó a su hermano para almorzar con él, pero ese día estaba en Limón. Su hermano incluso le reclamó que no le hubiera avisado con tiempo sobre su llegada a Guápiles y le dijo que, si lo esperaba, él se devolvía pronto para pasar la tarde, pero Alberto le dijo que no se preocupara.
Salió de su cita y mantuvo contacto cercano con una de sus hermanas: “Estoy muy bien, estoy muy contento, me quedó todo muy bien. Voy a comer y me voy para la casa”, avisó.
Las cámaras de seguridad lo captaron entrando a una soda en las cercanías de la clínica. Compró dos sándwiches para llevar y dejó el recinto.
“No lo persigue nadie porque todo eso lo vimos. No viene nadie detrás de él”, rememoró Patricia.
Caminó hacia la parada de taxis, medió con uno de los conductores y abordó el vehículo. El carro partió y a Luis Alberto no se le vio más.
“Es lo último que sabemos de mi hermano”, dice Patricia.
Señal en una cuartería capitalina
Más de seis años transcurrieron desde ese 7 de febrero. Al día de hoy, sus familiares no saben si Alberto alcanzó a llegar a la parada de buses en Guápiles, o si llegó a San José. De lo que sí hay certeza es de que, de forma repentina, perdió contacto y nunca llegó a casa.
“Alberto no llegó, lo esperé toda la noche”, recuerda Patricia que le alertó su hermana la mañana siguiente. Desde entonces interpusieron la denuncia en el OIJ y comenzaron a buscarlo por medio de cámaras de seguridad, pegando volantes por el centro de Guápiles y hablando con choferes, comerciantes y transeúntes.
Algunas cámaras, dice, no funcionaban, por lo que los últimos minutos de Alberto quedaron en un punto muerto. ¿A dónde lo llevó el taxi? ¿Dónde quedaron sus pertenencias? No se sabe nada.

Al día de hoy los avances en este caso son precarios. Patricia explicó que los agentes del OIJ que atendieron el caso sabían quién era el taxista que le brindó el servicio a Alberto, pero cuando fue confrontado por la Policía, él indicó no recordar nada.
Era un adulto mayor, le explicaron, perteneciente a una congregación evangélica y conocido en la comunidad como una muy buena persona. En ese momento, el hombre tendría unos 60 años.
Patricia aseguró que el caso de su hermano no fue atendido con seriedad por parte de las autoridades y eso la llevó incluso a hablar con altos jerarcas de la Policía Judicial. Afirma que el trato fue deplorable: falta de interés y grosería. “Usted no tiene ni idea, lo tratan a uno como si uno fuera un delincuente”, lamentó.
La única señal sobre el paradero de Alberto se dio al menos un año después de que se perdió su rastro. Un amigo suyo, que mantenía una relación muy cercana con él, captó la señal de su teléfono. Alguien encendió el dispositivo y éste emitía una señal que llevaba a una cuartería en el centro de San José. Fue entonces cuando acudieron con urgencia de nuevo al OIJ.
“Aquí estamos esperando que nos digan algo. No hubo respuesta de nada, de absolutamente nada. De mi hermano no hay nada”, manifestó con impotencia.
“Él ya no está”
Así como sus rastros, las hipótesis también son escasas. Aunque cada integrante de la familia tiene su propia teoría, Patricia mantiene la suya.
Días antes de su desaparición recuerda que salió con él y, al momento de pagar la cuenta, notó que manejaba el dinero en efectivo. “Uy, por Dios, hermano, no saqués esa plata. Ya nuestro país no es como antes. Ya aquí lo matan a uno por ¢1.000”, recuerda que le dijo.
Alberto, dice, le sonrió como quien reacciona ante una exageración.
Patricia teoriza que alguien pudo haberlo marcado luego de notar que manejaba algo de dinero y que el taxista pudo haberlo entregado a una persona que, sin duda, le hizo daño.
“En mi corazón, yo sé que él ya no está”, dice con la voz cortada.
La madre de Alberto falleció tres meses después de su desaparición. “Yo le mandaba (a Alberto) fotos de la caja de mi mamá y le decía, ‘hermano, usted no nos puede estar haciendo esto’, por si estaba vivo. Pero no, yo sé que él no está vivo. Si no nos abandonó en 40 años, ¿cómo nos iba a abandonar con mi mamá muriéndose? Él viajó para verla”, lamentó.
“Lo peor es no saber nada, no saber qué pasó”, manifestó con una dolor que el paso de los años no sana.
En entre el 2020 y el 2024, el misterio rodea el paradero de 36 personas en Costa Rica, de acuerdo con la lista oficial del OIJ. La cifra, sin embargo, es mayor. El nombre de Luis Alberto no figura entre los 36 y tampoco aparece el de Donny Avendaño Vielma, de 42 años, quien residía en Ciudad Colón y desapareció junto a su vehículo el 4 de julio del 2023.
Lo mismo sucede con Luis Juan Arias, de 28 años, quien fue visto por última vez hace tres años, cuando fue secuestrado en una parada de buses a escasos metros de su vivienda, en Atenas.
Entre 2020 y julio del 2025, 18.012 personas fueron reportadas como no localizadas ante la Policía Judicial. Aunque la cifra es alta, el 99,8% de las personas reportadas finalmente regresan a sus hogares.
