En las faldas del volcán Turrialba, muy cerca de la cima, apenas subyacen restos de un avión chileno que se estrelló la madrugada del martes 29 de diciembre de 1964.
Del carguero Curtiss C-46, de la empresa Líneas Aéreas Sud Americanas (LASA), son pocos los vestigios que quedan; algunos fueron devastados por la erosión volcánica, otros quedaron bajo la capa de ceniza y palos secos y otros se los llevó la gente.
Dos tanques de combustible, que asemejan grandes bateas de aluminio, fueron sacados al hombro y usados por vecinos, de al menos dos fincas cercanas, para dar de comer a las vacas.
Unas piezas que antes lucían brillantes entre la verde vegetación, ahora están corroídas por la lluvia ácida y perdieron su color para mimetizarse con la destrucción grisácea que las rodea.
En una reciente visita al coloso, el vulcanólogo Eliécer Duarte, del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Costa Rica (Ovsicori), determinó cómo la erosión generada por las erupciones de la última década transformó el escenario donde hace casi 54 años perdieron la vida cinco personas en el accidente aéreo.
Aquella vez los rescatistas y varios lugareños que les acompañaban tuvieron que ingeniárselas entre una densa vegetación montañosa, donde ni siquiera habían trillos, para extraer los cuerpos en hombros hasta los sitios donde llegaban los socorristas. Hoy todo es gris y, entre algunos troncos secos, apenas se logra vislumbrar algunas latas del fuselaje y partes del motor en medio la desolación.
La caída del avión chileno trascendió luego de que los lugareños de fincas cercanas escucharon un estruendo en la noche, que confundieron con una erupción volcánica. Al amanecer las autoridades realizaron un sobrevuelo y observaron los restos desperdigados de la aeronave y sus ocupantes a lo largo de unos 400 metros, por lo que se coordinó el plan de rescate.
A las 8 a. m. del 30 de diciembre llegó la primera patrulla al sitio, que está a más de 2.800 metros sobre el nivel del mar. Iban cruzrojistas, bomberos, miembros de la Guardia Rural y el primer secretario de la embajada de Chile, Manuel Tello. Los cuerpos fueron llevados en sacos a la morgue del Hospital San Juan de Dios, donde llegaron a las 4 p. m., para ser repatriados luego de la respectiva autopsia.
Como acababa de pasar la Navidad, en el avión se hallaron juguetes que las víctimas llevaban para sus familiares.
El vuelo salió de México, hizo escala en Guatemala y de ahí iba hacia Panamá, para enrumbarse luego a su destino final en Chile.
Al parecer el carguero llevó a México algunos caballos finos. Así se desprende de la información consignada en el diario La Nación sobre el caso, en la cual también dice que, por razones especiales, el copiloto se quedó en México y su lugar lo tomó el primer oficial a bordo.
El desconocimiento de la ruta fue una de las hipótesis del accidente, según consignan los artículos publicados esos días. El mal tiempo también pudo haber influido en que la aeronave se precipitara.
Del dinero que al parecer llevaban en el avión luego de concretar el negocio en México, las informaciones de la época no dan cuenta. No se supo si fue encontrado.
En años recientes
De acuerdo con Eliécer Duarte, en el 2009 comenzó la actividad volcánica más fuerte, que llevó a la primera erupción del cráter oeste, en el 2010, y luego por ese mismo cráter, se desarrolló toda la actividad que alcanzó un pico con fuertes erupciones del 2015 y 2016, lo que influyó en la destrucción acelerada del entorno en los últimos nueve años.
En la actualidad, al sitio donde cayó el avión no pueden entrar lugareños, porque está dentro del diámetro de tres kilómetros a partir del cráter que la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) cerró desde el 2012, como medida de prevención, ya que se trata de un volcán activo.
Por un sendero que solo se utiliza para fines de investigación científica y no de uso turístico ni vecinal, Duarte ingresó recientemente como lo hace cada cierto tiempo para seguir el pulso a la degradación vegetal.
Entró por finca La Silvia, enrumbándose luego hacia quebrada Paredes y llegó luego al lugar conocido como cajón blanco, ahí estuvo un viejo contenedor de tráiler que usaban los finqueros para procesar quesos y que la erosión destruyó.
“Como el avión está pegadito al sendero, uno toma cinco minutos para meditar sobre lo ocurrido, tomar fotos y seguir. Siempre nos llamó la atención, desde que empezamos a verlo allá por los años 90. Se le veía todavía el color original, el piso casi íntegro y los colores de la bandera chilena”, acotó Duarte.
De ese avión algunas partes menores cuelgan en paredes de al menos dos casas de la zona, como souvenirs.
En agosto del 2000 otro avión se precipitó en un volcán. Esa vez murieron 10 personas al caer la aeronave en una ladera del Arenal en San Carlos.
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Corrosión galopante
A una altura de 3.000 metros sobre el nivel del mar, la acción de los gases ácidos y cenizas volcánicas, así como la radiación ultravioleta, generan una corrosión que es hasta cinco veces mayor que la registrada en poblados a la orilla del mar.
Desde las erupciones del 2014, 2015, y otras muy fuertes del 2016, se aceleró la destrucción de la flora cercana y el consecuente retiro de aves, insectos y mamíferos que frecuentaban la cima.
Los materiales expulsados ya llenaron de bloques y cenizas el hueco de 20 metros de profundidad del cráter central, que en un principio estaba a unos 50 metros de distancia del cráter activo y ahora está a solo 30 metros, pues la erosión ha ensanchado el espacio entre ambas bocas.
En otros puntos cercanos a la cúspide, el grosor de muchas capas es de cuatro metros, luego se va degradando conforme se desciende.
Varias hectáreas que antes estaban recubiertas de arrayanes y páramo o bosque achaparrado, ahora están recubiertas de ceniza que en algunas partes tienen medio metro de espesor.
Frondosos bosques con especies como el jaúl, de hasta 30 metros de alto y con gran biodiversidad, ahora lucen como enormes carboneras a cielo abierto.
La mayoría de drenajes están llenos de palos y materiales que podrían bajar en caso de darse algún evento meteorológico extraordinario, por lo que regularmente se vigilan los caños, muchos de los cuales van a dar al río Toro Amarillo.
Desde la cima hay casi dos kilómetros a la redonda en los que ya no sobrevive ninguna especie por lo estéril de los suelos. Incluso, cientos de hectáreas, donde muchas familias realizaban labores agrícolas y lecheras, son ahora un inmenso callejón ácido y la gente tuvo que abandonar esas lecherías que les generaban el sustento y las casas donde vivían.
Viviendas de La Silvia, La Picada y otras zonas, que eran de buena madera cedieron porque la lluvia ácida de estos años carcomió los clavos y tornillos, de modo que las piezas de madera no se pueden mantener entre sí. Incluso los techos metálicos fueron pulverizados y las paredes de cemento se tornaron quebradizas al tacto.
Lo que fueron extensos cultivos de papas y hortalizas para el consumo de las familias que ahí vivían, yacen bajo cenizas y sedimentos.
En casos de lluvias persistentes, muchos materiales serían arrastrados hasta las llanuras del norte.
Unas fumarolas descubiertas desde el 2008 y que humeaban entre la vegetación, ahora se ven claramente desde lejos, pues no hay vegetación que las cubra.
De igual manera, una parte del cañón de la quebrada Paredes colapsó por la erosión, situación que también ocurrió recientemente en una pared del cráter activo.
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Duarte afirmó que cuando el ciclo eruptivo acabe y el volcán vuelva a quedar dormido, se deberá planificar muy bien el aprovechamiento de espacios para conservación e investigación, así como nuevas instalaciones para fines turísticos.