Si uno se quitara, por unos momentos, los anteojos de la costumbre, volvería a ver lo que le rodea con el asombro de un niño ante la maravillosa diversidad que lo rodea. Independientemente de la explicación que uno quiera darle a su origen, es un hecho patente que el universo entero es una exuberante fiesta de niveles de realidad y manifestaciones múltiples, quizás inconmensurables.
El modelo atómico de la materia nos dice que de los bloques básicos que conocemos surgen combinaciones que han dado lugar a más de un centenar de elemento químicos diferentes. Excepto aquellos creados artificialmente por el hombre, la inmensa mayoría están presentes, en mayor o menor proporción, en todo el universo. Si ascendemos de nivel, su combinación, a lo largo de miles de millones de años, ha dado origen a una cantidad enorme de materiales compuestos que, en distintos estados de la materia, han conformado la aún no fijada cantidad de cuerpos celestes. Cuerpos que adoptan, a su vez, un sinnúmero de formas, desde la esfericidad de nuestro planeta a la cómica forma de muñeco de nieve de Ultima Thule. Si descendemos de nivel, cada uno de estos cuerpos presenta, a un nivel macroscópico, características variadas: desde cuerpos gaseosos, pasando por cuerpos rocosos (con sus metafóricos mares, sus llanuras, sus valles y sus volcanes), hasta cuerpos que no se ven, porque están tan condensados que no dejan escapar ni la luz.
Si nos limitamos a nuestro planeta, a la multiplicidad de accidentes geográficos de esta roca tan especial, hay que sobreponerle la aún más sorprendente diversidad de las manifestaciones de la vida. Solo de los microscópicos virus, en la frontera con la materia inerte y desconocidos hace poco más de un siglo, conocemos cerca de 5.000 especies. Solo en nuestro sistema digestivo se estima que hay 40.000 especies diferentes de bacterias y que menos de la mitad de las células presentes en un cuerpo humano son, estrictamente hablando, humanas. Y se estima que el conjunto de las especies, animales o vegetales, existentes o extintas, supera los 9 millones. Y no conocemos aún la mayoría de ellas, y muchas de ellas desaparecerán antes de que las conozcamos.
Esta profusión de especies obedece, en parte, a la aparición de la reproducción sexual como método de propagación de los organismos compuestos por células eucariotas, desde los hongos hasta los seres humanos. El enorme éxito de este modo de reproducción obedece a su capacidad para combinar, en formas cuasi infinitas, genes de individuos distintos para dar a lugar a nuevos individuos, distintos de sus antecesores y distintos entre sí. Esa infinita capacidad de combinación propicia la heterogeneidad, la aparición de nuevas cualidades y capacidades en los individuos, en una especie de juego caleidoscópico en el que es prácticamente imposible predecir una configuración o la cantidad de configuraciones posibles.
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Si estrechamos aún más la mirada, y nos limitamos a nuestra propia especie, hemos sido capaces de adaptarnos a entornos muy diferentes, que han contribuido a modificar nuestras características, tanto físicas como culturales. Tanto unas como otras se han visto también modificadas por los intercambios entre grupos humanos distintos, intercambios acelerados conforme nuestra capacidad de desplazarnos y conocer otros grupos crecía sin cesar. Esa hibridación la hicimos también extensiva a las especies, tanto vegetales como animales, que cultivamos y cruzamos, lenta pero intencionalmente, para dar lugar a especies totalmente nuevas. Y permea también muchas manifestaciones culturales (gastronómicas, musicales, …) que han dejado de ser locales para ser de acceso universal y adoptar nuevas formas y nuevas manifestaciones.
Con todos estos antecedentes que la ciencia y la historia nos muestran en forma consistente, no deja de llamar la atención como, de un tiempo a esta parte, vemos acrecentarse tendencias que apuntan en la dirección opuesta.
Tendencias que pretenden aislar a los grupos humanos y homogeneizarlos, separando unos supuestos “nosotros” (puros, uniformes y “civilizados”) de unos supuestos “otros” (híbridos, diferentes y “bárbaros”). Unos “nosotros” que se niegan a lo foráneo y lo diferente, pero solo cuando pertenece a ciertos grupos o clase sociales, mientras abrazan las ideas, usos y costumbres de otros grupos, igual de foráneos y diferentes, pero que se perciben como más afines. Unos “nosotros” que vienen también, consistentemente, segregando a lo interno, separando espacios, en barrios cada vez más diferenciados, en residenciales cada vez más cerrados y exclusivos, en escuelas y hospitales para estos y escuelas y hospitales para aquellos, en calles cada vez menos diversas y más estériles e inhumanas.
Unos “nosotros” que incluso al interior de sus grupos, pretenden segregar personas que son “diferentes”, en función del color de su piel, o de su orientación sexual. O pretenden incluso desautorizar ideas o prácticas por el mero hecho de que no concuerdan con algún supuesto canon de la verdad. Y que, en nombre de esa supuesta homogeneidad, pretenden imponerse a sus congéneres y compatriotas por la regla de “la mitad más uno”, como si las mayorías fueran eternas y las opiniones inmutables.
Unos “nosotros” que deberíamos pensar, con toda honestidad, por qué nos estamos volviendo cada día más intolerantes. Y por qué nos sentimos tan íntimamente amenazados por la riqueza potencial de lo diferente, como para querer acabar con sus infinitas posibilidades.