Hace poco más de un siglo, en 1922, el derrocado presidente Alfredo González Flores había regresado a Costa Rica tras el fin de la dictadura Tinoco y pronto se casó. Delia Morales era, como el político, herediana, y su papá tenía una extensa propiedad que abarcaba la zona cercana a El Tirol y el camino de San José de la Montaña, un par de kilómetros al oeste.
Cuando el terreno pasó a la hija, el dedicado esposo seccionó la finca y dedicó una parte al ganado y otra a la actividad lechera. Entonces sembró múltiples cipreses como rompevientos y allí quedó, en las montañas heredianas, “un pedacito de Europa”, a ambos lados de la calle. Décadas más tarde, cuando se decidió construir un hotel allí, se hizo al modo de chalets trasplantados de los Alpes. Se llamó El Tirol.
En la última semana, los cipreses del presidente, que no son los únicos de la zona, fueron leña para muchos incendios que han agitado a Costa Rica por años. La semana pasada, tras años de proceso, una vecina rusa, naturalizada costarricense, logró que la Municipalidad de San Rafael de Heredia acatara una orden judicial emitida tras un proceso sumario de derribo.
65 árboles debían cortarse porque, debido a que muchos están secos y son antiguos, “representan un peligro inminente para la integridad física de mi familia, así como para la salvaguarda de mis bienes”, según la denuncia presentada ante el Juzgado Agrario del Primer Circuito Judicial de Alajuela.
Lo que ocurrió después aglutina preocupaciones de la sociedad costarricense que se han acentuado en los últimos años. Que recién se haya disparado el debate sobre la gentrificación, sobre Gandoca-Manzanillo y sobre tantos otros conflictos ambientales y sociales no ha ayudado a calmar las aguas, como se apreció en redes sociales y en declaraciones de vecinos. La corta culminó con protestas vecinales, el freno a la tala por orden de la Sala IV y probablemente se extenderá por varios meses.
Pero toda la controversia remite a preguntas fundamentales de nuestra relación con el ambiente. ¿Qué se debe preservar, para qué y quién debe decidirlo?

¿Por qué nos molestamos cuando se toca el paisaje?
El 14 de febrero, cuando la protesta vecinal bloqueó la vía para impedir la corta, una de las manifestantes declaró en Calle 7: “No es posible que una persona se imponga sobre el bien común de una comunidad entera. A esta señora le están arreglando el problema... ¿por qué no paga el seguro para la casa si es tanto el temor de perder su patrimonio?”.
La fiereza de sus declaraciones hacía eco de múltiples mensajes en redes, donde decenas reclaman la muerte de los árboles y un ataque al paisaje natural. “Ellos llegaron primero”, “Ellos también tienen derechos”, “Amar es proteger nuestras raíces”, se leyó en las mantas colocadas por los vecinos el viernes. En uno de los troncos talados se leía “Nos mató Irina”, en referencia a la denunciante.
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“Yo jamás estaría de acuerdo con la tala de los árboles. Esa entrada fue lo que hizo que nosotros nos viniéramos a vivir aquí. Siempre, siempre hemos estado enamorados de esa entrada: es icónica, lo más lindo que tenemos en esta zona”, dice la vecina Ethel Ledezma.
“Pero cuando yo le pongo un nombre y un apellido a cada uno de esos árboles es donde yo me pongo indecisa y a veces no sé ni qué pensar”, reflexiona. “Cuando uno compra una propiedad aquí, nunca se imagina que los vientos sean tan fuertes. No solamente ahora, porque van a decir que es por las cortas y las talas. Nosotros vivimos 24 años aquí y esos ventoleros y caídas de árboles siempre se han dado, hasta antes de las talas”.
A otro vecino la caída de una rama le rompió el portón; a un tercero, le cayó sobre el carro. Otros consultados por Revista Dominical secundaron las opiniones: sí, algunos árboles pueden representar un peligro. No obstante, la apreciación de los cipreses se mantiene en gran medida.

¿Por qué alguien defendería un árbol que puede hacerle daño? Para pensarlo, debemos remitirnos al concepto de paisaje: como cultura, qué nos hace ver los árboles, la fauna y la “naturaleza” de la manera en que los apreciamos en nuestra vida cotidiana.
En Ecoanimal. Una estética plurisensorial, ecologista y animalista (2017), la filósofa Marta Tafalla recuerda que cuando se desarrolla el concepto de “estética” moderna en el siglo XVIII, los dos grandes campos de apreciación eran el arte y la naturaleza. Pero en las décadas siguientes, los filósofos desplazaron el segundo para concentrarse casi exclusivamente en lo artístico, lo creado por el hombre.
“El concepto de paisaje, tal como se lo emplea actualmente, designa una porción del territorio tal y como es percibido, comprendido y valorado por un sujeto o una comunidad de sujetos”, explica Tafalla. Ella contrapone “paisaje”, que nace vinculado a la pintura de paisaje —es decir, al arte, a su contemplación—, con “entorno”, que implicaría todos los sentidos.
Dorelia Barahona, filósofa y residente cercana, ha dedicado sus reflexiones recientes a nuestra relación con la naturaleza. En el caso de El Tirol, encuentra varios puntos de tensión como el uso del suelo, cómo se decide alterar un paisaje y qué sentido tiene para la comunidad.
“Esos árboles de El Tirol son un ícono comunitario, son parte del acervo turístico de ese lugar y, por lo tanto, tienen un valor no solamente estético, no solamente patrimonial como paisaje, sino que también, como parte de una comunidad de San Rafael de Heredia que se enorgullece de tenerlos como lugar para disfrutar”, considera. “Las firmas y todos están pidiendo no solamente que no se corten los árboles, sino que no desaparezca ese patrimonio cultural y estético”.
Asimismo, tiene otros valores para las docenas de personas que cada fin de semana suben por esas calles para disfrutar el aire de montaña en picnics y almuerzos en un sitio donde no deben pagar. “Cada vez las personas tienen menos espacios públicos para disfrutar sin pagar y eso es importante. Las riberas de los ríos, las orillas de los caminos.... ¿Qué más nos queda? Y las playas cuando se puede”, dice Barahona.
Los cipreses no son nativos... y el peligro de lo ‘nativo’
Alfredo González Flores quería sus cipreses europeos porque servían para cortar el viento en un terreno dedicado a la ganadería. Los árboles gustaron, y cuando el Hotel El Tirol se popularizó, en los años 80, ciertamente completaban la atmósfera alpina que evocaban las cabañas. Uno camina por un rato en una ciudad herediana y de repente se está asomando a Suiza.
Los cipreses son árboles apetecidos para reforestar desde hace décadas por su belleza, su madera y su capacidad de adaptación. Sin embargo, se ha cuestionado si acidifican el suelo alrededor a tal punto que perturban la flora de nuestros bosques, aquí en el trópico.
Un estudio del 2014 publicado en el Cuaderno de Investigaciones de la UNED analizaba estos riesgos en el Bosque de la Hoja en Heredia. Concluía que, en efecto, podían afectar la luminosidad, la acidez del suelo y la humedad, con lo cual ahuyentaban a otras especies; empero, sugerían que podía controlarse con un manejo adecuado.
En los años 70, un lechero de San José de la Montaña también plantó pinos y cipreses en su terreno. Pero hace poco, Pier Protti Padovani le contaba a La Nación que revertían su decisión: “Aquellos no eran árboles de la zona. Era lo que se estilaba entonces, pero no estuvo bien. Por eso empezamos a retirarlos por otros que sí dieran fruta, abrigo y ayudaran a regenerar todo. Debajo de un pino, no crece nada”.
La protesta ha recurrido incluso al asunto del origen de la vecina denunciante (pese a que es naturalizada costarricense hace muchos años) y al debate sobre gentrificación que viene al alza dramáticamente en las últimas semanas. Un problema de incluir estas variables, cabe pensar, sería impedir el desarrollo de una política pública adecuada para resolver asuntos que poco tienen que ver con ser extranjero o con procesos de gentrificación.
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Para biólogos y estudiosos del tema que se han expresado en redes sociales, el asunto con los cipreses no se ha discutido con el rigor técnico necesario. ¿Que no sean nativos significa que deben cortarse? ¿Se cuenta con los estudios técnicos para justificar su permanencia o su tala? ¿Su desaparición afecta realmente la fauna de la zona? ¿Existe algún plan de sustitución?
Incluso concuerda Walter Brenes, el abogado contratado de urgencia por la municipalidad para revisar el caso y que culminó con la decisión de la Sala IV de frenar la corta. “El término equivocado que se ha venido utilizando es corta; lo que se tiene que hacer es una sustitución. Aquellos especímenes que tienen algún riesgo latente para la seguridad de las personas que tienen que ser sustituidos por nuevos árboles”, considera.
Brenes argumenta que encontró vicios en el procedimiento: no lo correspondía valorar un tribunal agrario; los funcionarios del Ministerio de Ambiente y Energía (Minae) que hallaron riesgosos los cipreses no los examinaron a fondo; y utilizar ese criterio para determinar una corta.
A estas alturas, la controversia de los cipreses devino conflicto político y comunitario, pero dice Brenes que le comunicó al Concejo Municipal: “Eso hay que resolverlo, pero por un tema científico, por un tema legal”.
Asimismo, la falta de consulta y comunicación con la comunidad misma evidencia fallas en los procesos que llevan a talas, podas, cortas y todo tipo de intervención en la fauna urbana y rural. Si los vecinos no saben, se pueden imaginar lo peor. ¿Deben mejorar los gobiernos locales cómo comunican estos cambios? ¿Sería mejor recibido si hay consulta, explicación, debate y conocimiento científico puesto a disposición de los interesados?
Qué sigue ahora en El Tirol... y en Costa Rica
Dicen que en Costa Rica no hay pleito que dure tres días, pero las preocupaciones entrelazadas en torno a El Tirol apuntan a que seguiremos debatiendo conflictos ambientales con mayor frecuencia. La defensa del parque Lorne Ross en Santa Ana, en pleno auge urbano, se suma a protestas ambientales de larga data en el país: luchas por conservación animal, acceso al agua, contra la minería, toma de tierras indígenas y un largo etcétera.
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Sin embargo, el conflicto en Heredia nos recuerda ese cariño, esa relación estrecha que a veces establecemos con los árboles con los que vivimos. Jícaros centenarios en Ciudad Colón, los corchos falsos de Aranjuez (que otrora afectaban el pavimento), y hasta árboles que en pocos años se vuelven símbolo de su barrio, como en San Francisco de Dos Ríos.
A inicios de siglo, el filósofo Glenn Albrecht acuñó el término “solastalgia” para englobar ciertos tipos de ansiedad, angustia o estrés provocados por el deterioro ambiental. “Es un deseo intenso de que el lugar donde uno reside se mantenga en un estado que nos siga reconfortando o solazando”, escribía.
Quizás ese sentimiento se intensifique en los próximos años. Hoy, por un conflicto vecinal. Otros días, por la percepción de que el auge inmobiliario y turístico invada costas y montañas. Mañana, por la intensificación de la crisis ambiental. Tendríamos que preguntarnos si estamos listos para abrazarnos y buscar respuestas cuando eso suceda.
