“A mí se me aterra la cachimba… Perdón, me da cólera”, dice doña Marielos Jiménez sobre la desdicha por cómo se desvanecen las costumbres y tradiciones de su pueblo. Basta escucharla unos instantes para comprender por qué la apodan la Chola: honra su calificativo de mujer trabajadora y acrisolada, al que suma su pasión como folclorista, retahilera y cuentacuentos.
Desde el corazón de Bagaces, Guanacaste, procura conservar lo que ama. Con el fervor que la caracteriza, transformó su casa en un museo donde las paredes desprenden los quehaceres, los dichos y los sentires de su gente, plasmados en cartulinas con textos de su autoría.
Un aroma a leña ardiendo a fuego lento guía a los visitantes por un corto pasillo, decorado con aparatos tecnológicos que alguna vez fueron vanguardia, hasta llegar al mayor de los encantos: una cocina donde prepara todo lo imaginable de la gastronomía bagaceña: arroz de maíz, gallina achotada, chorreadas, atol de piñonate o costilla chineada.
“Pobrecitos los chepeños que creen que les venden queso de Bagaces en el mercado”, comenta entre risas mientras da cátedra en cómo se prepara una verdadera tortilla abombada sobre un comal. La sirve con horchata o jugo de frutas para mitigar el calor, que apenas es combatido por un solitario abanico en la habitación.
Hacerle frente a la abulia
Para la Chola, quien creció a orillas de un río y desafió la idea de que solo los hombres podían recitar retahílas, el espíritu guanacasteco es el más hermoso de todos. Hoy, su mayor reto para mantenerlo vivo es enfrentar a ese animal que brama sin descanso ante los jóvenes: los teléfonos celulares.
La mejor estrategia para contrarrestar el influjo de estos aparatos, asegura, es crear sus propios encuentros. Cada Semana Santa reúne a un grupo de familias y vecinos para dormir cerca del río que le enseñó a nadar. Por las noches comparte historias, como aquella vez que se le apareció la mona, y transporta a los más pequeños a una época de hace 50, 100 e incluso 150 años.
En esas mismas tierras, cuando aún no había electricidad, la comida se preparaba con antelación para grandes grupos. No se encendía siquiera el fogón; por eso, las rosquillas, tortillas dulces y empanadas se horneaban desde el domingo de Ramos, junto con quesos, jugos y cuajadas protegidas bajo un tapenco, ya que no necesitaban refrigeración y duraban los siete días litúrgicos.
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De vez en cuando, la Chola también organiza lunadas bajo el cielo abierto, donde resuena la música de marimbas y se celebran corridas de toros con muñecos, una forma lúdica de enseñar el arte de la monta. Así despierta el orgullo por la identidad bagaceña, que hoy compite con el fulgor de una pantalla.
Insiste en promover convivios gratuitos para la comunidad y se opone a cobrar por las montas o los bailes que gestiona. Su objetivo es claro: garantizar que todas las personas tengan la oportunidad de participar y disfrutar sin restricciones. “Si me conocieras, me amarías”, dice sin titubeos al explicar la razón de su entrega.
La Chola no necesita ir a ningún otro lado para experimentar felicidad ni cultura, porque eso es ella misma. Mientras le raspa los talones a los 70 años, sigue intacta con sus extravagantes vestidos coloridos acompañados de sombreros florales.
