Siempre he visto a Jonathan Torres rodeado de bichos. Algunos reales, pero la mayoría de ellos, fabricados por él mismo. En un taller en su casa, eran de metal, hace muchos años. En exposiciones, mezclaban materiales, se movían. Pequeñas esculturas de alambre, de plástico, muy vivas. En un museo, nos asomábamos a los insectos por una lupa; luego los veíamos reproducidos minuciosamente con otros materiales. Torres vive entre insectos.
“Yo creo que esas cosas... fueron como fijaciones con cosas que ni uno sabe de dónde vienen. A veces son como fijaciones muy profundas de mí, será. Como imágenes muy, muy viejas, o cosas que necesitamos como resolver”, se pregunta Torres. El caso es que le ha dedicado gran parte de su obra a los insectos, a los cruces entre arte, ciencia y tecnología. Y así ha seguido creciendo, llamando la atención de eventos como Ars Electronica (Linz, Austria), que reúne a los más destacados artistas del mundo que trabajan en esa intersección.

El último proyecto de Torres, Máquinas salvajes, redirige la mirada a distintos especímenes que se recrean por medio de biopolímeros. Los mostró con éxito en Ars Electronica en el 2023, y continúa explorando los materiales y su producción con estudiantes y en proyectos propios.
“En la naturaleza tenemos muchos polímeros; también los plásticos son polímeros. Tenemos muchos polímeros naturales, como por ejemplo, las uñas, la piel de los insectos, el pelo, los huesos...”, recuerda Torres. Esas cadenas moleculares han sido emuladas por largo tiempo por los seres humanos, a menudo con consecuencias negativas para el ambiente, como el petróleo o los plásticos.
Pero en años recientes, artistas como Torres han estado trabajando con distintos almidones: papa, aguacate, yuca, algas... “una línea infinita de posibilidades”. “Se pueden ajustar elementos, se pueden ajustar fibras, se pueden hacer combinaciones de biopolímeros para generar también diferencias en la densidad, en fuerza estructural”, explica. Se pueden hacer láminas duras como acrílico, delgadas como acetato.
Torres lo explora con sus estudiantes, que se sorprenden de las capacidades de los materiales y variabilidad de sus orígenes. Es un trabajo muy meticuloso y que exige paciencia. Dos semanas de espera. Prueba y error. Experimentos que salen mal. Otros fructifican.

Así que volvemos a sus figuras, flotando entre peces “reales”, navegando un mundo que no resiste más acumulación de desechos: cruces entre lo fabricado y lo natural que de pronto escalan un árbol o contoneándose en un acuario. La luz las atraviesa y se fragmenta; sus texturas reflejan el agua, los rayos solares, brillan, ocultan el artificio.
“Es como que uno empieza a adentrarse cada vez más profundo, ¿verdad? Desde hace mucho tiempo he mirado con muchísima sensibilidad hacia las pequeñas formas de vida”, dice Torres. Para él, el viaje hacia estos materiales empezó por pensar cómo reducir el desperdicio, cómo contaminar menos.
Es un viaje que, de muchas maneras, termina por modificar la manera de ver el mundo. “Siempre que vamos a algún lugar lo que hacemos es tomar las cosas. No nos ponemos como a pensar prácticamente nunca en esas maneras que tenemos, como especie, de relacionarnos con el resto del mundo”, piensa Torres.
Diversas tendencias filosóficas se han fijado en esta tensión. Rara vez se explicitan tanto como en los insectos de Jonathan. Parece que viven; parece que viven, pero en otra época y, sin embargo, irremediablemente en la nuestra.

