Irene Sibaja recibió la llamada que nadie quisiera atender. Una doctora le contaba que por la condición en la que ingresó su hermano al hospital iban a intubarlo. Fue un shock. Ni siquiera sabía que Ronald, el mayor, estaba enfermo. Con voz firme ante la conmoción de Irene, la médica le dijo que era tiempo de que la familia se preparara.
En la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital San Juan de Dios estaba siendo atendido Ronald Gerardo SIbaja Castro, conocido por sus vecinos y allegados como Azul o Azulito. Según su hermana, a ella la llamaron una noche a finales de enero para decirle que Ronald tenía agua en los pulmones, deficiencia cardíaca y una bacteria en los riñones.
“Él tenía citas y citas y nunca le decían que tenía algo de eso. Yo sí pensaba que por la obesidad le iba a afectar mucho en algún momento. Cuando me dijeron que estaba intubado yo lo enterré. Yo empecé a llorar porque es mi hermano. Mi hijo me dijo que Ronald iba a salir adelante. Mi familia me animaba, pero sinceramente yo tenía miedo. La doctora me habló fuerte y me dijo que me preparara. Me asusté mucho. Nosotros tenemos muchos grupos de oración. Para Dios no hay nada imposible. Cuando salió (de UCI) me dijeron que lo iban a extubar. Yo dije que qué dicha y me dijeron que eso era más peligroso”, recuerda Irene.
Finalmente, la extubación resultó bien y debían esperar la evolución de don Ronald.
Ronald Sibaja, de 70 años, pone rostro a las cifras de todas las personas que requieren de cuidados intensivos y de larga estancia (en su caso estuvo internado por casi tres meses) en tiempos en los que si bien el coronavirus ocupa las noticias, otras enfermedades necesitan de atenciones similares.
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La actitud de Azul es la misma de siempre. Ve la vida con alegría y optimismo. Hace algunos meses experimentó cambios físicos importantes cuando sus órganos colapsaron y estuvo al filo de la muerte. Ahora, tras salir del hospital, se acompaña todo el tiempo de nuevos medicamentos y de un espirómetro que le ayuda a medir el funcionamiento de sus pulmones. Él no se queja, agradece por una nueva oportunidad. Todo es ganancia.
Inicialmente su egreso del centro médico sería con un tanque de oxígeno “al que debía estar pegado las 24 horas”, pero sorprendentemente no fue necesario. Cuando su esposa, doña Bernarda Villegas Solís fue por él, pudo irse del hospital andando y sin ningún apoyo para sus pulmones.
Está tranquilo. Sabe que muchas personas, incluso más jóvenes y sin factores de riesgo (él es asmático, hipertenso, diabético y a esto se le suman sus patologías recientes) se complican y fallecen en tiempos actuales, en los que el coronavirus, que si bien no le atacó esta vez, acecha. La muerte se ha vuelto más notoria desde que empezó la pandemia; nadie quisiera recibirla en su casa. A su hogar, una sencilla vivienda edificada, principalmente, con madera y latas de zinc pintadas de celeste , en la que los adornos y todo el menaje es colorido y ordenado, esta vez no llegó el duelo. Hoy, con un poco menos de vigor, este hombre acaricia a sus mascotas: una perrita y una gata.
La vivencia antes narrada es reciente. Pasó este 2021, pero hace más de un año Azul también estuvo mal. Él repasó las dos dificultades de salud que lo hicieron creer que su historia terminaba, esa que cuando se conoce desde sus inicios da la impresión de que su protagonista ha tenido muchas vidas por todas las experiencias que empezaron siendo muy joven.
Según sus palabras hizo maldades, fue enamoradizo y luego de un largo periodo de reclusiones le dio un giro a su existencia. Se entregó a Dios y toda su enciclopedia de conflictos quedó como recuerdo que conservan él y aquellos que le conocieron en sus otras formas de vida.
En un nuevo capítulo, dividido en dos, se le escapó a la muerte.
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Dos pruebas
La pandemia ha cambiado su dinámica de vida social activa. En las fiestas patronales de Alajuelita en honor al Cristo Negro, Azulito era (porque desde la pandemia no se realizan) una ficha infaltable, no se perdía el tradicional baile del chinchiví. A cualquier actividad que le inviten, junto a su inseparable esposa doña Bernarda, él llega y en esto ahondaremos más adelante. Ahora su vida es menos ajetreada.
“Yo era como la carne de chancho: malo”, dice con sonrisa pícara y con los ojos claros y destellantes. Don Mario, el compañero de transportes que nos llevó a su casa al fotógrafo Rafael Pacheco y a mí, sonríen sin imaginar el historial de Azul.
Su voz se escucha cansada, no es como la de antes. De vez en cuando aparece la tos luego del quebranto que sufrió más recientemente, en enero; pero para él esto no es la gran cosa luego de escapársele a la muerte. Dos veces.
La primera ocasión fue el año anterior, en abril: don Ronald se enfermó al punto de no poder controlar el movimiento de sus manos, todo se le caía. Asistió al centro médico y dice que le dijeron que “tenía un virus”, aunque no le especificaron cuál. Cuenta que lo enviaron a su casa y le pidieron que guardara cuarentena.
Recuerda que le hicieron la prueba para detectar si tenía covid-19 pero no le dieron los resultados. A su esposa tampoco, aunque ella nunca ha presentado síntomas. En el tiempo de confinamiento recuerda que perdió el olfato y el gusto y que además se le imposibilitaba levantarse de la cama. No podía saborear la comida que su esposa le preparaba con el fin de que mejorara, tampoco sentía el aroma del desodorante que se colocaba.
“Me sentaba y se me caía todo lo que tenía en la mano. Llegaban a hablar conmigo y no sabía lo que me decían. Tuve fiebre, aquí tengo paquetes de pañales de los que tuve que usar porque amanecía orinado. Fui a la clínica y al hospital y me mandaron bombas para nebulizar. La vecina venía a verme y le dijo a mi esposa que estaba raro lo que me pasaba, que me podía morir. Mi esposa me ayudaba para todo. Estuve un mes encerrado. Sentía que me iba a morir, no podía caminar y tenía fiebre”, cuenta Azul, quien cree que tuvo covid-19 en el 2020. Algunos de sus vecinos, en la zona El Jazmín, en Alajuelita, estuvieron con el virus.
Le tomó tiempo recuperarse, cuenta, pero poco a poco se convenció de que iba a estar bien… hasta este 2021 que su salud se volvió a comprometer.
Entre enero y marzo pasados enfrentó una nueva prueba, pero esta lo tuvo rozando la muerte.
Él recuerda que una noche, después de salir de la iglesia, iba caminando junto a su esposa y un amigo de ambos. Azul empezó a sentirse mal y decidieron que mejor se sentara en un poyo. Sentía que se ahogaba y pidió agua, no podía tragar. Como sus síntomas empeoraban lo llevaron a la clínica y dice que tras ser examinado, un médico dijo que tenía síntomas “del virus” y que de inmediato debía trasladarse al Calderón Guardia. A su esposa le hicieron la prueba de covid-19 que salió negativa. A ella le pidieron que se fuera a su casa.
“Me llevaron al Calderón (Guardia), me arrancaron la camisa y el pantalón: me pusieron oxígeno y ya no me acuerdo de nada. Dicen que luego me pasaron al San Juan de Dios. Dice mi hermana Irene que la doctora Chacón le dijo que si conocía a Ronald Gerardo Sibaja Castro. Le dijo que estaba intubando, ella preguntó que qué tenía, le dijeron que yo no amanecía. Eso fue en enero. El yerno de mi hermana que trabaja en el hospital le dijo que me veía mal”, recuerda el señor que repasa su vivencia de memoria. En la epicrisis no se menciona que tuviera covid-19.
Me tenía en el Salón Lara, ahí una doctora que se llama María, ella me dijo: ‘don Ronald, usted es un sobreviviente’. Yo llegué sin signos. Xinia, una jefa de enfermeras, también me felicitó por ser sobreviviente.
— Ronald Sibaja
Tras 22 días en cuidados intensivos, don Ronald fue extubado. El proceso fue exitoso. Involuntariamente empezó a quitarse la mascarilla que le colocaron para que pudiera respirar. Despertó. Al inició no podía articular palabras, luego no recordaba su nombre, pero poco después su memoria volvió a estar nítida.
El médico que le atendía tenía como rutina diaria preguntarle sus datos. Él siempre respondía con acierto. Aparte de demostrar que estaba bien en ese aspecto, empezó a querer desenvolverse solo. Inicialmente le daban de comer, lo llevaban al baño y le ayudaban en todo, pero él, como siempre en la vida, fue respondiendo con una audacia que parece innata.
Para mí él es un milagro del Señor. Con todo lo que le dio, pudo salir sin el tanque de oxígeno
— Irene SIbaja, hermana de Ronald.
Me siento pura vida. Diay reina, es que esta es una oportunidad que me está dando Dios. Ahora lo que hago es que paso en la casa, me levanto, tomo café y paso jodiendo. Salgo lo necesario”. Él y su esposa ya cuentan con las dos vacunas contra la covid-19.
— Ronald Sibaja
“Cuando salí de UCI le dijeron a mi hermana que me iban a desentubar, ella dijo que qué dicha, pero le dijeron que no, que era peligroso, que le pidiera a Dios porque hay personas que mueren. El yerno de mi hermana dice que cuando me extubaron, una muchacha me puso una máscara con oxígeno, aparentemente estaba fuera de peligro. (...) A la mañana siguiente le dijeron al doctor que yo me había estado quitando la mascarilla y él dijo que estaba reaccionando, qué había pasado el peligro (...). Me preguntaba cosas y dijo que no perdí el control. Me siguieron vigilando”.
Los días pasaban y la evolución avanzaba. Una vez más Azul estaba cerca de empezar una nueva vida.
“Me sentaron en sillas de ruedas y me amarraron con una faja. Yo intenté pararme para ir al baño, me llevaron y me iban a ayudar a ponerme de pie y le dije (al asistente de pacientes) que yo lo hacía solo, que por favor me dejara. Él le contó al doctor que hice todo solo. Entonces él dijo que me dejaran en silla de ruedas sin ponerme la faja (que lo sujetaba). En la tarde me levanté para ir al baño. Me llevaron caminando. Pedí que me dejaran movilizarme solo”, recuerda.
Su esposa escucha y entre el nerviosismo por el fuerte temblor que recién ocurrió y que nos asustó a todos, cuenta que toda la información la recibía su cuñada Irene, pero que ella le comunicaba cada detalle. Fueron días de mucha angustia, rememora la amable señora, quien meses antes creyó que todo iba a cambiar cuando su esposo saliera del hospital con el tanque de oxígeno que necesitaba. Su casa no estaba acondicionada y, aunque buscó ayuda en el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y le iban a apoyar tres meses para pagar el alquiler de una vivienda, después de eso, ¿qué pasaría? Ella y don Ronald viven de sus pensiones y con el apoyo de personas de la comunidad que a veces les ayudan con víveres.
Ronald continúa.
“Cuando me iban a dar el café yo pedía que me dejaran tomarlo solo. Pero me temblaban las manos. Al día siguiente me tomé bien el café. El doctor preguntó que cómo me sentía y le dije que mejor que ayer y antier. Me pasaron al salón Lara. Llegó la visitadora social y me dijo que me tenía que ir del hospital con tanque de oxígeno.
(...) La cuestión es que ese día viene la doctora y me dijo que si quería hablar con Irene y mi esposa. Cuando hablamos mi esposa se puso a llorar y yo también”, dice.
Ronald continuaba con oxígeno, pero una vez fue solo al baño y se lo quitó. No tuvo alteraciones. Los enfermeros lo comunicaron a los médicos y pidieron que lo monitorearan sin oxígeno.
“Mi hermana dice que cuando me intubaron que los pulmones y riñones estaban dañados, que llegué con muy poca vida. Esta es una oportunidad que Dios me dio. Yo entré al hospital muerto. Yo no es que diga que soy muy fuerte. Fue solo voluntad de Dios. Él me dio fortaleza”, dice con gratitud. Ahora, debe continuar en control para vigilar sus riñones, pulmones y corazón.
Aún después de lo experimentado, se siente vital, “pura vida”. Vive y disfruta cada instante de esta que ve como su nueva vida, una que podría ser un capítulo más de su camaleónica historia en la que hubo todo tipo de situaciones.
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Sus muchas vidas
A Ronald Gerardo Sibaja Castro, mejor conocido como Azulito, ha sido común verlo en campañas políticas y asociaciones comunales, lo que lo convierte en una figura bastante popular en su natal Alajuelita. Mide entre 1.55 m y 1.60 m, usa camisas coloridas de botones que apenas abrocha y anda su pecho descubierto.
--¿Por qué es que lo conocen como Azul?
“Hace unos años, andaba invadiendo fincas con amigos. Una vez planeamos entrar a una y todos se pusieron de acuerdo para llegar vestidos de negro, pero yo llegué de azul, cuando el líder organizó los grupos dijo: ‘ustedes vayan con azul’. Desde ese momento todos los que me conocen me dicen así y me gusta”.
Este vecino del barrio Jazmín, al sur de San José, ha conocido la popularidad desde siempre, la diferencia es que hace varias décadas era muy sobresaliente pero de manera negativa. Azulito fue por mucho tiempo el terror de sus vecinos.
En el 2016, cuando le conocí y escribí un perfil para mi proyecto personal de ese tiempo, Rostros e Historias, contó que dividía su existencia en dos: en la vida mala y la vida buena.
--¿Una vida mala?
--“Sí, yo estuve preso por homicidio y tráfico de marihuana”. Y de inmediato empieza a narrar su vivencia.
“Cuando tenía 19 años andaba con una mujer casada, ella me invitó a ir a un bar a bailar, yo llegué y estaba bailando con ella, la tenía bien ‘apercollada’, en eso el esposo llegó, la agarró del pelo y la tiró por allá, a mí me atacó con un pico de botella, un amigo me tiró un banco para que me defendiera, luego nos quitaron el banco y el pico de la botella, salimos a la calle (de lastre), a pelearnos y él se cayó y se desnucó.
“A mí me llevaron preso, en aquel entonces querían condenarme a 50 años, 45 por homicidio y cinco por tráfico de marihuana. Al final solo me condenaron a 20 años por homicidio en defensa propia y a cinco por traficar droga, me salvó que la mamá del muchacho declaró como pasó todo”, confía. Antes de esto fue reincidente en reformatorios.
Azul estuvo en distintos centros penales, pero cuando fue llevado a San Lucas recibió un indulto y su pena se redujo considerablemente: pasó de 25 años de condena a siete. El 22 de noviembre de 1969 quedó en libertad.
Durante su estancia en la cárcel tuvo muchas experiencias de las que quedaron grandes aprendizajes: conoció mucha maldad, también fue testigo de injusticias.
A pesar de los momentos difíciles que enfrentó, nunca dejó de ser lo que era. Estando preso en La Penitenciaria, dice que se rozaba con los grupos más peligrosos y respetables del penal y hacía una que otra maldad.
“Amenazaba a los compañeros, si no hacían lo que les pedía les quitaba lo que la familia les llevaba. Había un compañero que me caía muy mal, pero él siempre era bueno conmigo, una vez planeé quebrarlo en una mejenga, pero me arrepentí”.
Por un momento nos devolvemos al presente. En Alajuelita centro, donde nos reunimos a conversar (en el 2016) apareció Asdrúbal Astúa, quien conoció a don Ronald en su infancia y adolescencia. Él llegó a saludarlo con gran afecto, y al enterarse de lo que estábamos hablando, dice “que Azulito es una verdadera leyenda”.
“Vieras como lo aprecio, aunque años atrás en el barrio nos haya hecho la vida imposible”. Los dos ríen.
De inmediato Azul, el bailarín, recuerda una anécdota que compartieron cuando tenían 14 años.
“Él estaba jugando con unos amigos a los indios y vaqueros, me acerqué y les pregunté que si podía jugar, me dijeron que no, entonces le prendí fuego al charral en el que estaban, no me importó que dos de los que jugaban estuvieran amarrados”. Aliviado, Azul, agrega que por dicha esa vez a nadie le pasó nada.
Asdrúbal recalca que cuando se enteraban que “Ronitald” estaba en un reformatorio, o preso, para ellos era una gran tranquilidad. “Hoy él es una bendición, que dicha que cambió”, exclama mientras abraza fraternalmente a su amigo-enemigo de infancia.
“La vida buena”
El 28 de enero de 1951, nació Ronald Gerardo, uno de los seis hijos del matrimonio de Manuel Antonio Sibaja Aguilar y María Antonia Castro Varela.
“De padre y madre éramos seis hermanos, por parte de papá éramos 24, él tenía hijos regados”, confía.
Testigo de cómo su padre maltrató a su madre por mucho tiempo, la constante agresión motivó a que doña María Antonia dejara el hogar cuando él apenas cumplía 12 años.
“Papá fue padre y madre para nosotros, pero yo decidí irme de la casa, viví solo, andaba descarriado, en mi juventud nadie me quería en el barrio, era muy malcriado”.
Azulito dice que “fue un niño muy difícil”, asistió a la escuela pero por ser tan rebelde lo expulsaban constantemente. “Lo poquito que sé leer y escribir lo aprendí en La Reforma, un maestro que estaba ahí condenado por abusos sexuales nos enseñaba”.
Después de vivir fuera de la casa durante dos años, su papá logró ingresarlo al reformatorio Ciudad de los Niños, en Cartago.
“Una vez me escapé, amenacé a un compañero, le dije que si no quería que le quitara lo que le iban a llevar los papás en la visita, que escribiera una carta fingiendo ser mi papá diciendo que tenía que irme porque se me había muerto un hermano.
“Ya afuera, como era tan tequioso y nadie me quería, mi abuelita materna, que en paz descanse, se dio cuenta de cómo era yo, supo que me fugué, entonces buscó meterme a otro reformatorio, ahí estuve dos meses de castigo, en el barrio todo el mundo me tenía miedo, querían quitarme de ahí. La gente estaba contenta al saber que estaba interno. Salí y me porté bien por unos días, luego volví a las fechorías. Ya después estuve preso”.
Repasa su historia y las turbulencias y llega a un momento que atesora y es cuando todo cambió para bien, destaca.
Su intención “no era cambiar”, sin embargo, estando en la cárcel La Reforma su vida dio un giro positivo. Justo cuando se alistaba para ir a jugar fútbol con sus compañeros y dañar a uno de ellos, escuchó algo que lo hizo dejar todo atrás.
“Había un muchacho muy bueno conmigo, pero él no me caía bien para nada, yo planeé hacerle algo malo, lo quería quebrar cuando jugáramos mejenga, pero cuando pasé listo para jugar escuché un corito que decía ‘tú el alfarero y yo el barro soy’, cuando yo oigo ese corito me pongo a llorar, me salen cosas que nunca pensé sentir, me metí en las cosas de Dios, en La Reforma conocí del Señor, había un grupo que era llamado Los Aleluyas”.
Cumplió su pena. Azulito, libre y transformado, salió decidido a seguir “el camino del bien”. Por circunstancias dejó de asistir a la iglesia, pero dice que “no volvió a las fechorías”.
Recuerda su vida amorosa, dice que fue noviero. Hace 28 años unió su vida a la de Bernardita. Entre los dos nació un amor tan fuerte que hizo que él se reconciliara con la monogamia.
En 70 años, los aprendizajes han sido de todo tipo. Antes de la pandemia iba seguido a la iglesia y a cuanta actividad pudiera, mejor si había baile, aunque por un tiempo dejó sus pasos y habilidades guardadas cuando una señora le dijo “que a Dios no le gustaba que anduviera de baile en baile, que eso era pecado”. Él luego se percató de que lo pecaminoso era juzgar a los demás.
Es muy querido, durante esa entrevista unas 25 personas lo saludaron. Se declara charlatán, prefiere tener amistades y no enemistades.
“No sé si a mí me conocen por mala o buena gente, mi hermana me dice que mi esposa y yo somos más metidos que una cuchara en olla de arroz de leche”.
“En las fiestas de Zapote me quieren mucho, me invitan a ir a bailar cuando tocan las marimbas. El 28 de diciembre, Día de los Inocentes, yo voy y me pongo a bromear, tomo el celular finjo que estoy hablando, cuando la gente pasa les digo ‘oiga, oiga vea’, cuando vuelven a ver los vacilo y hago como si estuviera hablando por teléfono. Me dicen ‘oh señor más payaso’, pero hasta ahí”.
En el contexto actual, Azulito añora esos momentos. Desea volver a vivirlos. Esa alegría es la que le da vida, por eso es que agradece tanto esta oportunidad de seguir existiendo y poder disfrutar de lo que le gusta. No necesita de mucho, con su actitud y la preciada salud se da por satisfecho.
“Mi amor, vea, si uno está en esta vida tiene que andar alegre, no muerto, hay que andar vacilando, haciendo amistades. Yo podría ser una leyenda, no fui una bonita perla, me compuse a los 27 años, antes hice y deshice”.