En las páginas de Gabriel García Márquez y en la narrativa de Isabel Allende, los vivos cohabitan con los muertos, gracias al realismo mágico, movimiento artístico y literario que lideró el sempiterno escritor de Aracataca. Pero, más allá de la fantasía literaria, cada quien convive con sus propios fantasmas.
Con la sonrisa que lo caracterizaba desde chiquillo, cuando recorríamos cafetales y potreros en Guadalupe de Goicoechea, alimentando sueños tras un balón de fútbol, Gerar se presentó hace poco en mi vigilia y dijo: “Rober, ya tenemos reto para el domingo. ¿Con cuál uniforme te gustaría que juguemos, con el rojo o el celeste y blanco?”. Me incliné por el albiceleste, emblemático de nuestro equipo, el Club Sport Racing, indumentaria bellísima, idéntica a la del Rácing Club de Avellaneda. Gerar asintió complacido, retornó al infinito y enseguida desperté, pues mis diálogos con espíritus son etéreos, pero ciertos.
Gerar era defensa derecho. Se chollaba las nalgas (como diría el Chunche) con su sangre de marcador. Además, nos motivaba su jovialidad cotidiana. Antes de los partidos, llegaba puntual con los uniformes del equipo. Después de cada juego, recogía las camisetas sucias, las lavaba y las tendía al sol en el patio de su casa.
En aquel entonces, los colegiales que frecuentábamos la esquina del Guadalupano, rechinábamos de limpios. Gerar, tan carajillo como nosotros, era el único que trabajaba. Con su modesto salario, complacía nuestros antojos de sirope, tosteles y gallos de mortadela. Después se dedicó a la fotografía y registró inolvidables imágenes que certifican la época del Rácing, el equipo de Guadalupe que jugaba más lindo en las canchas abiertas.
Una madrugada, hace ocho años, Gerar partió sorpresivamente. Y nos dejó un poco más solos. Aunque el tiempo teje un velo en los resquicios de la memoria, aún recuerdo su pálida tez tras el cristal del ataúd, con una leve sonrisa y su bigote de Bienvenido Granda.
Posiblemente, en el umbral de la eternidad, evocó nuestros radiantes días de mocedad. O, quizás, las migajas de cariño que recibió de la mujer que amó hasta el final, aunque ella no supo corresponderle.