
Podría ser catalogada como millennial de acuerdo con mi año de nacimiento. Aunque es indudable que los coetáneos compartimos vivencias comunes inherentes a nuestro tiempo, lo cierto es que, a mi parecer, vivimos en una era donde la singularidad quedó de lado para dar paso a la homogenización de rasgos de personalidad, todo en virtud de la pertenencia o no a un grupo catalogado según la edad.
Entonces, bajo esta línea de pensamiento, como millennial debería compartir ciertas características comunes, máxime porque existen coincidencias generacionales que trascienden etnia, ubicación geográfica y estrato social. Una de ellas es que el final de mi adolescencia y comienzo de la vida adulta se vio acompañado por el auge de las redes sociales.
Por el año 2008, la facilidad de conectividad e inmediatez que brindaban los medios digitales con connotación social nos parecían una maravilla. Veníamos de la generación de las notitas de papel en clase, de los mensajes de texto en celulares, de esperar la llamada junto al teléfono fijo de la casa. En los mejores casos, de los chat rooms en la incipiente Internet.
En 2025, habiendo dejado atrás ya mis veintes y acercándome más hacia los cuarenta, debo confesar que no me agrada la persona en que me convierto al interactuar y pasar (por no decir, “desperdiciar”) mi tiempo en redes sociales. Dejó de ser un espacio de diversión y entretenimiento para transformarse en uno de ansiedad, de búsqueda incesante de validación y relevancia, de desgaste emocional gratuito… Y por supuesto, de risas gracias a los memes (porque no todo es sombrío).
Hace unos años, un poco harta de las ordalías posmodernas, tomé la decisión de desaparecer de redes y viví muy tranquila, hasta que el “miedo a perdérmelo” (FOMO: Fear of Missing Out) se apoderó de mí nuevamente y sucumbí a la tentación: volví a sumergirme en los mares de la virtualidad, con el ocasional salvavidas de la autoconciencia, pero siempre con el agua al cuello.
Con el pasar del tiempo, cada vez más me sentí inmersa en lo que algunos llaman “apatía al publicar” (posting ennui) –que podría definirse como una pérdida del sentido o del encanto de compartir posteos en redes sociales–. Esto se asocia también con la “relevancia” con que se cargan las publicaciones: para compartir algo en redes, ¿debe tratarse de un hito, algo trascendental, mi mejor momento?
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Según un artículo reciente de The New Yorker, se ha desarrollado un “temor” a compartir vivencias cotidianas por el riesgo de parecer cringe (término de moda que significa algo como “dar vergüenza ajena”). Recuerdo la época en que publicar la foto de una flor, un café, un atardecer, un almuerzo o cualquier experiencia cotidiana era parte de la interacción entre “conocidos” y “nuevos contactos”, y resultaba natural.
Es aquí donde surge la interrogante: ¿vale la pena publicar en redes? En la inevitable comparación que potencian las redes sociales –donde la búsqueda por monetización o patrocinios es la fuerza detrás de cada publicación–, pareciera que la foto de la flor de mi jardín no tiene ya mayor cabida. Considero que esa constante exposición a lo extraordinario y a lo cuidadosamente manufacturado va a en detrimento del disfrute de nuestra singularidad como personas y de la apreciación de lo cotidiano.
Esto no les quita méritos a quienes hacen de lo anterior su oficio, logran la anhelada monetización de los contenidos que publican y suman seguidores, lo cual, además, los llena de satisfacción.
En mi vivencia particular, de acuerdo con mis necesidades y por mi paz mental, recurro nuevamente a una versión modificada de mi manifiesto personal anterior: “Frente a la disyuntiva entre la tranquilidad y la ansiedad; la invisibilidad y la falsa noción de relevancia; la profundidad y la nimiedad, elijo nuevamente ser inexistente”.
monserrat.fallas@gmail.com
Monserrat Fallas Madrigal es abogada, notaria y administradora.