
A propósito del reciente fallecimiento del juez penal de prolongada carrera Sergio Quesada Carranza, a quien tuve el gusto y honor de conocer, he venido llamando la atención en diferentes artículos dirigidos a revistas especializadas y medios de prensa, sobre las difíciles condiciones que rodean este momento el ejercicio de las personas juzgadores penales en nuestro país.
Ciertamente, como servidoras públicas, las personas juzgadoras están sometidas a cumplir los objetivos por los cuales juraron servir en su puesto, esencialmente la resolución de conflictos, más no hay duda de que aquellos que sirven en el área penal, donde se discute la comisión de delitos en perjuicio de los intereses más personales y sagrados de la ciudadanía –llámese hurtos, extorsiones cobratorias, agresiones sexuales, sicariatos y otros, por mencionar los más recurrentes últimamente– tienen mucha más presión y exposición pública por parte de propios y extraños. Esto les genera un componente adicional de distracción y estrés, distinto a lo que ocurre en otras materias de la judicatura.
Las decisiones que emanan de dichos profesionales se deben a la ley y la Constitución, por lo que no pueden estar sujetas simplemente a la voluntad y deseos de alguna de las partes involucradas en los conflictos, mucho menos obedecer a criterios de popularidad o conveniencia. De ahí que, muchísimas veces, la crítica que surge en torno a la labor del juez y la jueza penal es más que encarnizada, sin comprender que el marco legal y las herramientas que delimitan su desempeño no es otro que aquel al que diputados y diputadas los someten en su tarea esencial de creación, reforma y derogación de leyes.
Las exigencias actuales para cumplir con los rendimientos esperados por parte de los y las juezas penales, involucran altísimas cargas de trabajo, escasez de recursos, cumplimiento de jornadas que exceden por mucho los horarios ordinarios, y de nuevo, grandes cargas de estrés. Todo lo anterior, sumado al crecimiento de la criminalidad organizada y las amenazas contra su integridad física, contra su vida o la de su familia.
No es extraño, entonces, que se venga dando la renuncia de muchísimo personal valioso y experimentado del Poder Judicial en años recientes, tanto personas juzgadoras, como fiscales, defensores públicas e investigadores del OIJ. Esto genera una escasez de personal, de lo cual dan fe notas informativas como la del periodista Luis Enrique Brenes, titulada “Escasez de jueces retrasa juicio por violación contra el sospechoso de la desaparición de adolescente en Moravia”, publicada en La Nación el 5 de marzo, y la de su colega Yeryis Salas, titulada “Cantidad de casos que debe atender un juez penal en Quepos evidencia saturación de tribunales”, publicada en La Nación el 12 de agosto, ambas de este año.
Ante estos fenómenos, es incuestionable que la administración de justicia en nuestro país está en riesgo. Sufrimos el embate de fenómenos criminales complejos y violentos, con medianas o grandes organizaciones detrás, frente a la fuga de personal sobradamente capacitado, experimentado y dispuesto a sacrificar más que su tiempo para hacer realidad su vocación. A ello se suma la ausencia de incentivos reales que dignifiquen su labor, todo lo cual deriva en la desmejora de la calidad del servicio público brindado.
Es hora de tomar acciones, mediante reformas legales y administrativas, que respalden ese delicado ejercicio por parte de jueces y juezas penales en Costa Rica, en aras de fortalecer nuestro sistema de justicia y vida democrática.
Adrián Molina Elizondo es abogado y exjuez penal.