Diez años de mi vida, aproximadamente, se encuentran en los servidores de una red social. Di mi consentimiento, y voluntariamente compartí detalles de mi vida privada, contenido humorístico y alguna que otra canción.
Ahora, cuando pienso con detenimiento, es un tanto debatible eso del consentimiento informado, pues mentiría si dijera que leí cuidadosamente los «términos y condiciones».
Compartía, compartía, compartía, y con gusto. Las redes sociales son sumamente útiles para mantenernos en contacto con seres queridos y amistades, así como también para reencontrarnos y promover negocios, sean estos incipientes o consolidados. Me conecto, ergo, sum.
Las redes sociales son, además, un mecanismo idóneo para exponer y denunciar situaciones inmorales que no nos habíamos detenido a analizar antes por su normalización en nuestra vida cotidiana.
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Los peros. Recientemente, sin embargo, noté, y con mucha frecuencia, que era imposible exigir objetividad y certeza sobre la información que consumía, aun utilizando las cámaras de eco que creamos al ocultar contenido y definir nuestros intereses, curando cuidadosamente lo que se nos presenta y la publicidad para la cual somos mercado. Tengo claro que en toda red social gratuita soy el producto que se comercializa.
Esta capacidad de filtro se aplica en las redes sociales. En las plataformas virtuales es posible ocultar, eliminar o bloquear contenido o personas que no se ajusten a nuestro esquema de creencias. Empero, cabe recordar que la vida real, fuera de las pantallas, no funciona de esa forma.
En nuestra vida privada, familiar, profesional, en cualquier aspecto de nuestra convivencia con otros seres humanos, vamos a encontrar opiniones divergentes e incluso chocantes con las nuestras.
Las redes sociales mermaron la capacidad de entender lo anterior, debido a la homogeneidad de pensamiento que alcanza en el medio virtual elegido.
Las constantes noticias falsas, los conflictos sin sentido, las denuncias sin fundamento, la parcialización de la información fui asemejándolos con las ordalías de la Edad Media traídas a nuestra época.
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Sin consideración ni reparo. Sin mayor fundamento, se emiten juicios sesgados, sin ahondar en detalles, sin consultar a los involucrados, sin un interés más que el de despotricar.
Vivimos en un Estado de derecho; no obstante, lo anterior pasa a un segundo plano. El principio de inocencia en las redes sociales se desvanece, la privacidad de las publicaciones no es inmune a una captura de pantalla, la imagen del perfil es guardada por cualquier persona con la intención de utilizarla para emitir juicios morales sobre otra, incluso recurriendo a falacias ad hominem.
En las redes sociales, tenemos la potestad de ser acusadores, jueces y ejecutores, sin restricciones y sin consecuencias. Somos todopoderosos. A pesar de que en un tribunal se establezca la inocencia comprobada o por duda suficiente, en las redes sociales siempre seremos culpables.
La esfera de la vida pública y la vida privada se mezclaron al punto de ser irreconocibles, por nuestra propia acción voluntaria.
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Soy realista. Con esta opinión, como juicio personal y parcial que es, no pretendo iniciar una cruzada con el fin de que todos abandonen las plataformas a las cuales me refiero; me interesa hacer conciencia del efecto que tienen en nuestra convivencia y en la manera como asimilamos nuestro entorno.
Deberíamos ser usuarios responsables: tomar como base el hecho de que en las redes sociales todos somos parciales, cuestionar todo contenido, dudoso o no, que aparezca en nuestro feed, investigar un poco, leer la noticia completa y no únicamente el encabezado, ser más inquisitivos y desconfiados. Especialmente, respetar la privacidad para evitar injurias y calumnias contra personas cuya culpabilidad no se ha determinado.
Yo tomé la salida fácil. Dejé de existir en las redes sociales, pude prescindir de la gratificación por validación externa (y se siente bien), así como de la necesidad de compartir detalles que, al fin y al cabo, solo a mí me competen.
La autora es abogada.