
Hace pocos días, un tribunal de apelación laboral condenó a Uber en Costa Rica a reconocer una relación laboral con un conductor. Para algunos, se trata de un ejemplo de justicia social. Yo lo llamaría una ironía: el Estado costarricense, incapaz de regular la economía digital por una década, ahora pretende resolver el fenómeno de las plataformas con un Código de Trabajo de 1943, cuando el automóvil era un lujo e Internet, ciencia ficción.
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Durante la pandemia, y pese a la persecución de las autoridades, fueron justamente los conductores y entregadores de estas plataformas los que sostuvieron la movilidad del país. Transportaron médicos, enfermeras, pacientes, trabajadores esenciales y alimentos cuando el transporte público era un riesgo sanitario. Si algo demostró ese momento crítico es que la economía de plataformas no es esnobismo, sino un soporte real de la vida urbana contemporánea.
Sin embargo, la falta de una regulación moderna nos ha condenado a un escenario kafkiano: jueces que creen que su misión social es salvar a los trabajadores de las garras de las poderosas multinacionales aplicando regulaciones diseñadas para la fábrica fordista. Pretenden encajar un algoritmo en el mismo molde que un capataz de plantación bananera. El resultado es grotesco: una ficción legal que, de aplicarse in extremis, haría inviable el modelo de plataformas en Costa Rica.
Y la amenaza no es solo judicial. Con estos precedentes, la Caja Costarricense de Seguro Social podría embestir con todo y cobrarle a las plataformas un 35% de cargas sociales (entre el aporte obrero y el patronal) sobre un salario mínimo presuntivo a cada conductor de plataforma. El cálculo es devastador: ¢126.000 al mes por conductor, ¢45.360 millones anuales (unos $90 millones) si se aplica a los 30.000 conductores estimados. Súmele la retroactividad. ¿De verdad alguien cree que las plataformas absorberán semejante carga sobrevenida sin abandonar este mercado?
Si las plataformas deben asumir esas cargas, probablemente cerrarán operaciones o reducirán su plantilla a un puñado de conductores “privilegiados”, como ha sucedido en otros mercados. El resto quedará fuera. Hablamos de decenas de miles de familias que dependen de este ingreso porque el Estado, paradójicamente, fracasa generando empleo, pero tampoco permite que la economía digital lo genere.
El argumento judicial más polémico ha sido la supuesta subordinación. Los jueces concluyeron que los conductores están subordinados a la plataforma. Pero confunden dos realidades distintas: una cosa es estar subordinado a la necesidad de trabajar para sobrevivir, y otra muy distinta es estar subordinado en sentido jurídico a un empleador.
Creer que aceptar viajes a través de un algoritmo equivale a recibir órdenes de un supervisor de planta es una exageración que roza lo absurdo. Si aceptamos que un conductor está subordinado a la app, entonces también deberíamos aceptar que un creador de contenido es empleado de YouTube, que un anfitrión de Airbnb es empleado de la plataforma, o el chef de un restaurante, empleado de una plataforma de delivery. Estas son relaciones de mercado mediadas por tecnología, no relaciones de empleo.
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Regular la gig economy es complejo. En otras latitudes, se han ensayado fórmulas con resultados cuestionables, como en España, en donde la “Ley Rider” terminó expulsando repartidores y consolidando monopolios.
Pero tampoco se trata de negar toda regulación: existen ejemplos, como la ley chilena de 2022 o la Proposición 22 en California, que buscan fórmulas intermedias. Reconocen derechos mínimos, pero preservan la flexibilidad que hace posible el modelo. Son aproximaciones perfectibles, sí, pero bastante más inteligentes que pretender que un algoritmo se comporte como un boticario o un tendero en 1943.
El fallo contra Uber es, en realidad, un espejo incómodo: nos muestra un país atrapado entre la nostalgia jurídica y la más sofisticada incapacidad política. Y mientras discutimos si los conductores son trabajadores o no, la tecnología sigue avanzando y los modelos globales se reinventan.
La pregunta es simple: ¿queremos plataformas digitales en Costa Rica o preferimos expulsarlas con regulaciones inviables? Si es lo primero, necesitamos una regulación moderna, clara y viable. Una que reconozca su papel en la economía y garantice derechos básicos, pero sin destruir el modelo con cargas imposibles. Si es lo segundo, sigamos aplicando un Código de 1943 y esperemos el cierre de operaciones.
Costa Rica debe decidir si regula la economía digital con inteligencia o si se aferra a ficciones jurídicas que solo generan desempleo. Ya es hora de despertar del sueño nostálgico y asumir que la movilidad, el trabajo y la economía del siglo XXI requieren reglas del siglo XXI.
Dictar resoluciones délficas, abstractas de la realidad social y del impacto económico de sus ocurrencias, aplicando el mismo machote que a un peón de construcción o un maestro de primaria, no es justicia social: es irresponsabilidad con toga.
Todavía queda un resquicio de esperanza: como el caso en cuestión es de menor cuantía y fue conocido por un tribunal de apelación, en algún momento un caso de mayor cuantía llegará hasta la Sala Segunda. Ojalá allí, con más perspectiva, se entienda el verdadero alcance de la economía digital y se resuelva con sentido común.
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Mauricio París es abogado experto en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.