Si a Georges Lemaitre, padre de la teoría del big bang, le hubiese alcanzado la vida para echar una mirada al sistema tributario costarricense, habría concluido que la explosión cósmica que lanzó en todas direcciones la suma de la materia conocida en el universo se reprodujo millones de años después en Costa Rica.
El cobro de impuestos es una desordenada constelación de instituciones, órganos desconcentrados, municipalidades y colegios profesionales que, con poderosa y puntual gravedad, atraen lo que pagamos los terrícolas nacionales.
Las entidades recaudadoras no se cuentan como las estrellas, pero, a causa de su dispersión, constituyen una nebulosa en relación con el número de contribuyentes físicos y jurídicos que tienen que sacudir bolsillos y cuentas para tributar.
Son 27 (sin sumar el cosmos municipal) y depositamos nuestras esperanzas en que, al contrario del universo, no continúen expandiéndose.
Las consecuencias de la doméstica atomización tributaria son el inútil gasto de energía de los contribuyentes y el desperdicio de recursos del Estado, dos palabras, hasta donde sabemos, proscritas en la creación y la naturaleza.
Unas 151 horas al año le toman al contribuyente orbitar y descender en los formularios y las instituciones donde habrá de cumplir con sus obligaciones impositivas.
Es un tiempo perdido que los santos lloran y las personas laboriosas lamentan. Pero fundamentalmente, es un tiempo que no se revierte a causa de alguna onda de apatía, indiferencia o dificultades concebida como insuperable por funcionarios.
Como si hacer el tiempo más eficaz y menos engorroso fuera propio de un universo paralelo ajeno al nuestro, semejante fragmentación en los cobros tributarios significa un derroche de las flacas finanzas del Estado.
Sirviéndonos de un concepto sideral, se puede afirmar que es un agujero negro que engulle unos ¢6.600 millones al año; tal sangría suma un eslabón más a la gravosa cadena de gastos innecesarios que pululan en la Administración Pública.
Julissa Sáenz, funcionaria de la Contraloría, descendió de los cielos a los mares y llamó “medusa recaudadora” al enjambre de instituciones cobradoras de impuestos.
Es una calificación adecuada y precisa, ya se trate de las medusas marinas o la mitológica. Las primeras tienen una buena cantidad de tentáculos (imagino 27) que atrapan y enredan a la presa.
Para la medusa, es una feliz evolución; para la presa que tributará, su vida es un tormento.
La medusa mitológica tenía serpientes en lugar de cabellos. Es una excelente comparación para representar la cabeza del Estado con 27 autónomas serpientes tributarias que entorpecen la básica cohesión que debería haber en la Hacienda pública.
El gris firmamento tributario está tan extrañamente diseñado que existen impuestos cuya recaudación es más cara que el beneficio que reportan.
Este inverso paradigma de costo-beneficio desafía la racionalidad administrativa y humana que uno pueda imaginar: ¿Desde cuándo procurar un beneficio (por ejemplo, comer sanamente) resulta en una ruina?
Para podar tentáculos a la medusa, la Asamblea Legislativa debe tomar parte en el asunto, y pareciera que hay voluntad para que la diseminación sea contraída en unas pocas entidades recaudadoras.
La reforma es imperiosa y constituiría un ejemplar comienzo de una impostergable revisión de algunas instituciones que han concebido la autonomía como la creación de un “universo” emancipado del Gobierno y cuyos habitantes laborales gozan de inconcebibles privilegios a la vez que de una equívoca interpretación de cerrada e inexpugnable independencia.
En nuestro prurito de desconcentrar las cosas, hemos incurrido en una inconveniente disgregación que ha convertido el Estado en un trabado y mortecino sol a cuyo alrededor orbitan una cantidad de satélites institucionales cuyas funciones, en muchos casos, chocan entre sí.
Esperemos que la Asamblea Legislativa atienda las recomendaciones de la Contraloría en materia tributaria a ver si, con paso seguro y resuelto, nos es posible habitar en una corteza nacional coherente y no en una tierra de dispersión y desorden institucional.
El autor es educador pensionado.