El académico mexicano José Antonio Lozano, estudioso de la educación y comentarista del tema en los medios de comunicación de su país, conversó con directores de escuelas y colegios nacionales sobre los retos del regreso a clases presenciales después de la pandemia. Sus observaciones confirmaron la experiencia de buena parte del auditorio: los estudiantes no son los mismos que abandonaron las aulas a consecuencia de la emergencia sanitaria.
Dos años de aislamiento y obligada interacción con las pantallas pueden haber afectado las facultades cognitivas y crearon lagunas en el aprendizaje, pero las consecuencias no se limitan a esos aspectos del proceso educativo. La ansiedad y la depresión son fenómenos más comunes en los estudiantes de la actualidad, según estudios llevados a cabo en diversos países. Por otra parte, hay efectos sobre las habilidades de socialización y la inteligencia emocional, necesarias para comprender los sentimientos propios y ajenos.
La probable presencia de esos factores en las instituciones de enseñanza amerita la conducción de estudios para comprender sus dimensiones. Si los estudiantes no son los mismos de antes —como dice el Dr. Lozano—, el Ministerio de Educación Pública podría estar cometiendo un serio error al recibirlos como si fueran idénticos.
Si la hipótesis es correcta, y ya hay indicios que parecen corroborarla, las aulas y los docentes deben ajustarse a las nuevas circunstancias. La incongruencia entre el sistema educativo y las nuevas actitudes y necesidades de los estudiantes no puede subsistir sin causar daño. Por eso, es urgente el diagnóstico.
Mientras tanto, la realidad cotidiana de escuelas y colegios envía mensajes aptos para guiar el ajuste a las manifestaciones más obvias de tensión en el retorno a las clases presenciales. Una cadena de graves incidentes en escuelas y colegios durante las primeras semanas del curso lectivo es motivo de alarma.
La riña entre estudiantes del Instituto de Alajuela, con 23 de ellos trasladados al Hospital San Rafael, afectados por ataques de pánico y golpes, es afortunadamente inusual en nuestro país. Hay antecedentes de violencia en escuelas y colegios, pero pocas veces alcanzaron tanta intensidad. La pelea surgió por el uso de una plazoleta donde los alumnos de último año acostumbran congregarse. Los de primer ingreso decidieron disputar el espacio y eso bastó para comenzar el zafarrancho.
Si bien no se utilizaron armas, los alumnos relataron el empleo de “lápices armados”, descritos por un estudiante como “un lápiz normal al que le introducen un tornillo, por ejemplo”. El peligro de semejante artefacto es evidente, pero inquieta todavía más la actitud de quien lo confecciona y porta.
“Creo que es más un asunto de inseguridad que otra cosa, tanto en lo interno de la institución como fuera de ella”, declaró una madre. Quizá, en efecto, falte vigilancia y atención a las medidas necesarias para evitar enfrentamientos; sin embargo, vale la pena explorar si los estallidos de estas semanas tienen raíces menos obvias, relacionadas con los dos años de aislamiento y angustia por la pandemia.
En el Liceo Vicente Lachner, de Cartago, tres peleas exigieron intervención de las autoridades la semana previa a los disturbios en Alajuela, y en esos mismos días hubo un hecho violento en el Liceo de Jicaral. Mientras el país recibía la noticia de la confrontación en el Liceo de Alajuela, también hubo choques entre estudiantes en el Colegio Técnico Profesional de Jacó, el Parque Morazán, el Liceo de Aserrí y el Napoleón Quesada.
Gabriela Valverde, directora de Vida Estudiantil del Ministerio de Educación Pública (MEP), estima “urgente habilitar espacios de escucha, de diálogo y de análisis del entorno educativo”. Tiene razón. Cuanto antes comprendamos los hechos y sepamos si responden a causas hasta ahora poco conocidas, mejor.