El próximo martes culminará en Estados Unidos el proceso electoral de mayor trascendencia desde que, en 1860, Abraham Lincoln fue elegido presidente. Lo decimos sin exageración alguna. En aquella oportunidad, se jugaba la integridad territorial de la naciente Unión, en medio de un gran conflicto por la esclavitud, que derivó al año siguiente en la guerra de Secesión. Lo que está de por medio, ahora, es la vigencia del modelo democrático, liberal y republicano construido durante más de 200 años, sobre la base de los valores cívicos y humanos fundamentales que salieron victoriosos en aquella oportunidad, y que se han ampliado a lo largo del tiempo.
El resultado de este 5 de noviembre será determinante no solo para el futuro de ese país, sino del mundo. Lo decimos por varias razones.
Donald Trump, candidato del Partido Republicano, hizo público un conjunto de iniciativas en materia económica, social, institucional y de política exterior que, de aplicarse, erosionarían profundamente la salud de la democracia estadounidense, su Estado de derecho y el respeto a la dignidad de millones de seres humanos, particularmente los migrantes indocumentados.
Al contrario de su primera presidencia (2017-2021), en que, carente de cuadros propios, tuvo que gobernar con un grupo de personas razonables (aunque otras no) y enmarcado por sólidas instituciones, en esta oportunidad se ha rodeado de ideólogos extremistas e incondicionales a su proyecto político de clara raíz autoritaria. Como parte de su plan, anuncia que el criterio fundamental para escoger a los colaboradores en un eventual gobierno será la lealtad incondicional no solo a ese proyecto, sino a su persona. Más aún, amenaza con politizar el servicio civil y despedir a los actuales funcionarios que no se alineen con obediencia a sus iniciativas, no importa cuán descabelladas sean.
A lo anterior se añade su férrea negativa a reconocer, contra toda evidencia y certeza, su derrota frente a Joe Biden en el 2020. El corolario de este rechazo fue la instigación a turbas violentas que asaltaron el Capitolio el 6 de enero del 2021, con la clara intención de impedir que el Congreso certificara el triunfo de su contendiente victorioso. Desde entonces, insiste en su gran mentira, que ha inoculado las percepciones de millones de ciudadanos y erosionado su fe en la democracia. Desde esa falacia, utilizando todo tipo de presiones, el despliegue de activistas incondicionales y la debilidad de los tradicionales dirigentes republicanos, tomó control de ese partido, lo convirtió en una maquinaria al servicio de sus pretensiones personalistas y autocráticas, y en megáfono de su irresponsable populismo, su intransigencia y visión excluyente.
Además, se dedica empecinadamente a crear división social, erosionar la credibilidad en el sistema político, manipular instancias judiciales —en particular, la Corte Suprema de mayoría conservadora— y hasta promete que, si llega a la Casa Blanca, se dedicará a combatir férreamente a “los enemigos internos” —léase adversarios políticos—, aunque esto implique manipular al Departamento de Justicia y, eventualmente, utilizar la fuerza, incluso militar.
Otra deleznable promesa, reflejo de un desprecio absoluto por la dignidad individual, es la de iniciar un proceso de deportaciones masivas de migrantes indocumentados, a quienes ha plagado de insultos inimaginables, culpado de males absurdos y manipulado como fuente de un mensaje nativista con resabios fascistoides. En su imaginario, las expulsiones podrían superar los 10 millones, pero, aunque fueran la décima parte, el impacto humanitario sería demoledor. También podrían crear caos en los países a los que fueran repatriados.
Sus postulados económicos son de un simplismo abrumador, en particular la insistencia en poner aranceles del 20 % a todas las importaciones de Estados Unidos, supuestamente para proteger su base productiva y compensar una anunciada reducción de impuestos a las grandes corporaciones. De concretar tal iniciativa, algo nada fácil, el golpe a sus socios comerciales, entre ellos Costa Rica, será inevitable, y la posibilidad de “guerras comerciales”, incluso con Europa, no puede excluirse.
En política internacional y de seguridad, una presidencia suya, en el mejor de los casos, generaría enorme incertidumbre en el sistema de alianzas estadounidenses, que ha sido clave para su exitosa proyección geopolítica. En el peor, las erosionaría al extremo, con evidentes ventajas para rivales estratégicos como Rusia y China, que no tardarían en aprovecharlas. A esto se añade su admiración por los autócratas y por un sentido transaccional y oportunista, no estructural y estable, de la política exterior, en un momento particularmente crítico para el mundo, por las guerras en Ucrania y el Cercano Oriente y las crecientes tensiones en torno a Taiwán y en el mar del sur de la China.
Como si esto fuera poco, sobre Trump pesan serias sentencias civiles y penales, y aún están en proceso tres casos que tocan directamente su ejercicio gubernamental: su intento por desconocer el resultado electoral del 2020, sus presiones por alterar el del estado de Georgia y su manejo irresponsable, y quizá doloso, de documentos confidenciales tras dejar la presidencia. Es decir, se trata de un convicto que, si la justicia puede seguir su curso normal, enfrentará posibles condenas más severas que las ya recibidas.
Los anteriores elementos no agotan las fuentes de inquietud, a las que se suman su carácter inestable explosivo y sus crecientes debilidades cognitivas. Pero lo más grave, y que resume lo anterior, es que, de manera cada vez más extrema, evidencia total desapego, incluso oposición, a los pesos y contrapesos esenciales en cualquier régimen democrático, sobre todo uno de fuerte presidencialismo, como Estados Unidos. Con tal actitud, y si además de triunfar frente a la demócrata Kamala Harris lograra controlar ambas cámaras del Congreso, tendría la capacidad para ejercer poderes con muy pocos límites y así consolidar y hacer avanzar su proyecto autoritario.
Harris está lejos de ser una candidata ideal. Como vicepresidenta, no se destacó particularmente, quizá porque no le dieron la oportunidad. Su política económica mantiene rasgos proteccionistas como los de Biden, pero mucho menos destructivos que los de Trump. Al igual que este, no ha prestado atención al creciente y peligroso déficit del gobierno federal. Tampoco ha sido clara en su política energética o migratoria, pero en ambos casos se ha movido hacia el “centro” político, con sensatez.
A pesar de lo anterior, es una candidata auténticamente democrática, respetuosa de las instituciones, con sentido geopolítico estratégico, opuesta a las autocracias, apegada a las alianzas y capaz de asesorarse adecuadamente. De hecho, su equipo de campaña incluye algunas personalidades republicanas temerosas de un posible nuevo gobierno de Trump, y sus asesores de política pública han sido escogidos con sentido de su competencia y valores.
La decisión a la que se enfrentan los estadounidenses el martes, que muchos ya han ejercido mediante votos adelantados, es clara. Se trata, en parte, de escoger entre dos modelos de gobierno y visiones políticas, económicas y sociales; uno de ellos, representado por Trump y sus aliados, tiene enormes vicios y falencias; otro, encabezado por Harris y los suyos, exhibe imperfecciones y debilidades percibidas (costo de vida acumulado y migración), pero es mucho más sólido y viable. Sin embargo, lo más importante es que, de inclinarse mayoritariamente por la oferta de Trump, los estadounidenses pondrán en serio riesgo la funcionalidad democrática de su país, la integridad de sus instituciones, el sentido de igualdad ante la ley, la separación de poderes, la convivencia civilizada en medio de las diferencias, la posición internacional de su país y la de por sí ya afectada estabilidad global.
Son razones de sobra para que se inclinen por Kamala Harris. Confiamos en que así sea.