La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la gran alianza defensiva occidental, concluyó el jueves su reunión cumbre en Madrid con un conjunto de importantes resultados que, sin exageración, se pueden calificar de históricos.
Todos apuntan en la misma dirección: la mayor transformación en décadas y la decisión de convertirse en una institución más robusta, más ágil y mejor integrada.
El gran impulso a este cambio es la guerra de agresión rusa contra Ucrania y lo que ella implica. Al desatar la invasión, el autócrata Vladímir Putin violó principios básicos del orden y el derecho internacionales, como respetar la integridad territorial y la soberanía de los Estados.
Lo hizo, no en respuesta a alguna provocación, sino bajo el concepto de que Rusia tiene el derecho de controlar a su vecino y, como resultado, incorporarlo a sus sueños de restitución imperial zarista.
Además, envió al resto de Europa, sobre todo a los países en su periferia geográfica y a la misma OTAN, el mensaje de que sus decisiones sobre asuntos defensivos deben estar sujetos al veto de Moscú. Nada de ello es aceptable.
Lejos de que la invasión causara, como todo indica que supuso Putin, fisuras en el bloque democrático, más bien condujo a una muestra de ejemplar coordinación y amplia unidad, tanto de la alianza como de la Unión Europea, a la que se incorporaron países como Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda. Las decisiones de la cumbre en Madrid son resultado de esta nueva realidad. Deben ser bienvenidos.
El gran enmarcado de las decisiones tomadas por los 30 miembros de la OTAN es un nuevo “Concepto estratégico”, o mapa de ruta, aprobado en la reunión. El documento, de nueve páginas, abandona la ilusión de eventuales partenariados con Rusia, a la que ahora califica como “la amenaza más directa y significativa”, mientras a China la considera un desafío a “los intereses, seguridad y valores” de sus miembros. No en balde Jan Stoltenberg, secretario general de la OTAN, calificó el plan como “la mayor reforma” de “disuasión y defensa desde la Guerra Fría”.
Como se esperaba, la cumbre invitó formalmente a Suecia y Finlandia a que se incorporen como miembros plenos, tras el levantamiento del veto (todavía sujeto a problemas de última hora) impuesto inicialmente por Turquía para que puedan hacerlo.
De este modo, dos Estados que hasta ahora habían mantenido una doctrina de seguridad independiente, aunque también colaborativa con la alianza, y que poseen sólidas fuerzas militares, ampliarán su capacidad de defensa colectiva en una zona clave para Europa. Entre otras cosas, esto implica que, gracias a la morfología del territorio finlandés, la frontera de la OTAN con Rusia se duplicará.
Otra decisión de gran importancia fue multiplicar por siete las fuerzas en estado de alerta, que llegarán a 300.000, lo cual incluye la primera base estadounidense en un país del flanco este de la alianza —Polonia—, que servirá de pivote y centro de capacitación y logística. Este paso permitiría, en el peor de los casos, enfrentar directamente un intento de invasión rusa contra sus países limítrofes, sin tener que esperar refuerzos de otros miembros de la organización.
El caso de Ucrania, como era previsible, fue un eje constante de las discusiones y decisiones, con renovados compromisos de países individuales, no la OTAN en sí misma, de mantener o reforzar su cooperación defensiva.
Mejorar la capacidad bélica ucraniana es indispensable como forma de parar los ímpetus de Putin y crear condiciones para una eventual paz que respete la integridad de la nación.
Ningún país democrático, menos los europeos, habrían deseado llegar a esta situación y verse obligados a retomar con ímpetu sus necesidades de seguridad colectiva. Sin embargo, ante la invasión rusa y los arranques chinos no queda otra opción. Solo así se podrá enfrentar la agresión actual y lo que ella implica. Solo así se podrá evitar peores agresiones futuras.