En principio, el Estado debería operar con presupuestos equilibrados, como lo hacen las familias ordenadas. Las finanzas públicas deberían ser superavitarias en años de auge económico, de vacas gordas, para financiar sanamente las necesidades propias de los años de vacas flacas a causa de fenómenos naturales, como inundaciones, sequías y terremotos, o de otros acontecimientos. Nuestra Constitución exige finanzas ordenadas, pero desde hace mucho tiempo los administradores de la cosa pública y la propia Asamblea Legislativa, encargada de aprobar los presupuestos, se desvían de esos dictados.
Según el artículo 176 de la carta magna, «en ningún caso el monto de los gastos presupuestados podrá exceder el de los ingresos probables». El 177 permite los presupuestos extraordinarios para invertir ingresos provenientes del crédito público o de cualquier fuente no ordinaria. Uno y otro artículo mandan que el gasto corriente, de consumo, se financie con ingresos corrientes, básicamente los tributarios, y si hubiera necesidad de endeudarse, solo debe ser para financiar inversiones. Para rematar, la Ley 8131, de administración financiera y presupuestos públicos, dispone con meridiana claridad que «no podrán financiarse gastos corrientes con ingresos de capital».
Para obligar de una vez a todas las entidades públicas a operar con finanzas ordenadas, el diputado Wagner Jiménez, del Partido Liberación Nacional, preparó un proyecto para reformar el artículo 176 de la Constitución, que agregaría el siguiente párrafo: «El principio de equilibrio financiero prevalecerá sobre los principios de autonomía constitucionalmente garantizados», con lo cual se pondría coto a los alegatos de algunas entidades del sector público descentralizado sobre la libertad de gastar a su antojo según su autonomía.
La autonomía establecida por la Constitución debe garantizar independencia administrativa para que a las universidades públicas, por ejemplo, nadie pueda imponerles programas de estudio, contenidos de cursos ni profesores que los impartan. Pero esas instituciones no son islas y, en materia presupuestaria, deben seguir los lineamientos del equilibrio financiero.
El proyecto de reforma cuenta con el apoyo de legisladores de la Unidad Social Cristiana, Restauración Nacional, el bloque independiente Nueva República y otros, lo cual da fuerza a una iniciativa necesaria para ordenar las finanzas del país. Al plan se oponen los diputados del Partido Acción Ciudadana y del Frente Amplio, quienes consideran que la disciplina presupuestaria podría lesionar la autonomía de algunas entidades. Pero utilizar la autonomía como excusa para gastar sin disciplina, contribuyendo al deterioro sostenido de las finanzas públicas, terminará por afectar a esas mismas instituciones, junto con el resto del aparato estatal.
En las finanzas públicas, una crisis como la actual debería servir para revisar objetivos y logros de todos los órganos estatales, y valorarlos con criterio de costo y beneficio social. También es preciso revisar la necesidad de contar, en un país pequeño como Costa Rica, con poco más de 320 entidades y órganos públicos. Pero nada nos evitará futuros sobresaltos si no consideramos las causas incorporadas a la ley y la institucionalidad, sea por su letra o sea por las interpretaciones hechas a lo largo de los años. El original principio de equilibrio fiscal conserva su valor, como lo demuestra la crisis a que hemos llegado por ignorarlo. En buena hora se aproveche la oportunidad de revivirlo a plenitud.