Fue el presidente Franklin Delano Roosevelt quien, tras llegar a la Casa Blanca en 1933, pronunció un discurso en el que acuñó el concepto de “cien días” como un período emblemático para pasar revista a sus aportes y marcar rumbos futuros de su mandato. Desde entonces, ha permanecido en el imaginario colectivo en una gran cantidad de democracias alrededor del mundo.
Cuando ocupó el cargo, Estados Unidos y el mundo se encontraban inmersos en la Gran Depresión, uno de los mayores desafíos de su historia, en medio de enorme desempleo, quiebras de bancos y un marcado deterioro de la confianza ciudadana en el gobierno. Además, el totalitarismo avanzaba a marcha de tambor en Europa.
LEA MÁS: Los principales retos de Donald Trump tras sus primeros 100 días: viene lo más difícil
Roosevelt, quien permaneció en la presidencia hasta su muerte, en 1945, había sido elegido, esencialmente, con la expectativa de superar la crisis interna. Lo logró, mediante una serie de nuevas políticas –entre ellas el llamado “New Deal”–, que reactivaron la economía, impulsaron la generación de nuevos empleos, e introdujeron necesarias regulaciones en los mercados, particularmente financieros. De este modo, mejoraron sustancialmente las condiciones de vida de la población y fortalecieron el enorme músculo económico del país, que en 1942 se sumó a los aliados para combatir exitosamente el nazi-fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Por estas razones, se le considera como el mandatario más disruptivo, en un sentido positivo, en la historia de los Estados Unidos.
Donald Trump, quien cumplió el 29 de abril los primeros cien días de su segundo mandato, rivaliza con Roosevelt en disrupción. En su caso, sin embargo, esta ha conducido a un saldo de caos, arbitrariedad, actitud imperial, decisiones contrarias al Estado de derecho, desdén por las instituciones democráticas, y un abordaje unilateral y transaccional de las relaciones internacionales.
En nuestro editorial del 21 de enero, a raíz de su toma de posesión, nos referimos a los riesgos que podría implicar su nuevo mandato, en los ámbitos internos y externos, económicos y políticos, institucionales y sociales. Por desgracia, no nos equivocamos.
Al contrario de Roosevelt, Trump heredó de Joe Biden un país en franco crecimiento, con la inflación controlada, una política comercial e industrial diseñada para asumir los retos de la era actual, una ampliación y fortalecimiento de las alianzas globales, y respeto por las normas y costumbres democráticas. A partir del día uno, sin embargo, comenzaron los desaciertos y arbitrariedades.
Constituyó su gabinete con la lealtad, no la competencia, como criterio central. Por ello, sus decisiones carecen de buenos insumos y son pocas las personas cercanas con autoridad y firmeza para cuestionarlas o atemperarlas.
La presunción de que, gracias a una política de menores regulaciones (justificada en algunos ámbitos) la economía podría tomar nuevos bríos, se esfumó muy pronto. Las erráticas guerras comerciales que ha desatado, y que tocan incluso a países como el nuestro, con el arancel global del 10% a todas las importaciones estadounidenses, auguran menor crecimiento y mayor inflación. Aunque no llegue a los extremos inicialmente anunciados, basta con la inestabilidad generada para que sus efectos sean en extremo negativos.
Mediante la mayor avalancha de decretos de cualquier presidente, Trump prácticamente ha marginado al Congreso, a pesar de la mayoría de su Partido Republicano en ambas cámaras. Su pretensión de reformar la estructura y dinámicas del Gobierno Federal, en principio justificada, se ha emprendido sin plan claro y con enorme arbitrariedad, de la mano del multimillonario Elon Musk, con secuelas de incertidumbre, vulneración de derechos laborales y confusión.
La ha emprendido contra la independencia y financiamiento federal de universidades de alto nivel; contra la comunidad científica, instituciones culturales y hasta medios de comunicación, mediante presiones múltiples y querellas injustificadas. Además, ha usado el arma migratoria no solo con crueldad e irrespeto del debido proceso en miles de casos, sino también para penalizar a estudiantes extranjeros a los que, sin base alguna, acusa de antisemitismo.
Muchas de estas decisiones –alrededor de 300– han sido recurridas ante los tribunales, y probablemente un buen número será frenado. Sin embargo, el Ejecutivo las ha desafiado insistentemente, y en algunos casos ha llegado al borde de generar conflictos constitucionales. La Corte Suprema de Justicia, instancia máxima, tiene una mayoría conservadora de seis a tres, con la mitad de los magistrados de ese bloque nombrados durante su primera administración. Hasta ahora no se ha plegado a sus ímpetus, pero aún no ha debido decidir sobre casos realmente cruciales.
En el ámbito internacional, las pretensiones sobre Groenlandia (administrada por Dinamarca), Panamá y Canadá, todos países amigos, demuestra su desdén por las alianzas. Su virtual romance político-carcelario con Nayib Bukele, el autócrata salvadoreño, ejemplifica el desplazamiento de la democracia como variable central de su política exterior, más orientada presuntos intereses y poder. Es lo que ha prevalecido también hacia Rusia y su invasión contra Ucrania.
Añadamos la hostilidad hacia el ambiente y los esfuerzos para frenar el cambio climático, su creciente abandono de organizaciones multilaterales, su irrespeto a las normas del comercio global y los enormes recortes a la ayuda externa, incluida la promoción de la democracia. El resultado, en el mejor de los casos, es la incertidumbre generalizada; en el peor, el avance del autoritarismo, la pérdida de credibilidad entre los aliados, y la generación de oportunidades para adversarios, en particular China.
Todavía no es momento para proyectar al futuro el saldo de estos cien días. Hasta ahora, sin embargo, no hay indicios de posibles mejoras; quizá apenas de control de daños, desde los tribunales, la sociedad civil, la oposición demócrata, los tribunales y hasta los mercados. Por esto, el panorama se mantiene en extremo preocupante.
