Tras asumir el lunes la presidencia por un segundo período de cuatro años, Donald Trump prometió una “edad dorada” de riqueza, seguridad, poder, prosperidad y respeto para Estados Unidos. Lo que se abre, en cambio, es una etapa de gran incertidumbre y confrontaciones para su país y el resto del mundo. Sus efectos podrían ser en extremo negativos.
Tanto en su discurso de investidura como en anuncios posteriores y una serie de órdenes ejecutivas (decretos) firmadas a lo largo del día, el cuadragésimo sétimo presidente de la Unión puso de manifiesto dos inquietantes rasgos centrales de su abordaje, que se proyectarán durante los próximos cuatro años.
El primero es una mezcla de mesianismo político y divino que, según su interpretación, lo convierte en una suerte de elegido. De manera inexacta, caracterizó su triunfo el 5 de noviembre, importante, pero no arrollador, como “la elección más grande y trascendental en la historia” estadounidense. Y al referirse al intento de asesinato del que fue blanco el pasado 13 de julio, no tuvo pudor en atribuirlo a “una razón”: “Fui salvado por Dios para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”.
El segundo rasgo definitorio es su determinación a llevar a todo extremo posible el poder presidencial y, desde él, forzar decisiones que van a contrapelo de valores esenciales de la democracia y la posición de Estados Unidos en el mundo.
En su discurso inicial, Trump proclamó que reconstruirá una nación en agudo deterioro, aunque los hechos indican lo contrario. Al cierre del gobierno de Joe Biden, la economía está en crecimiento, la inflación ha sido abatida, el dólar se ha fortalecido, el empleo y los salarios reales han aumentado, los delitos violentos se han reducido sensiblemente y está en marcha un proceso de reindustrialización, impulsado por sectores de punta. Además, amplió y reforzó el sistema de alianzas internacionales, pilar de la seguridad global. Es algo que su sucesor también hace peligrar, con una actitud de aislacionismo a la fuerza, reacio al multilateralismo.
Franqueado por algunos de los hombres más ricos del mundo, Trump se quejó de que “un establishment radical y corrupto ha extraído poder y riqueza” de sus ciudadanos, y aseguró que le pondrá límites. La ironía no necesita explicación. A ella se une su tendencia a utilizar sin rubor el poder para aumentar su riqueza: la semana pasada emitió lo que se conoce como una memecoin (criptomoneda sin valor tangible), que en pocos días añadió a su fortuna alrededor de $10.000 millones, gracias a las compras de sus apasionados e incautos seguidores.
Trump se describió como “un pacificador y unificador”, pero definió a Estados Unidos, entre otras cosas, como una nación que “expande su territorio”. Insistió en que “recuperará” el canal Panamá, una violación flagrante de su integridad territorial y el derecho internacional. Además, declaró emergencia nacional para militarizar la frontera sur y “devolver a millones y millones de extranjeros criminales a los lugares de donde vinieron”. El extremo en la materia fue la iniciativa para impedir la adopción de ciudadanía por nacimiento a hijos de migrantes indocumentados, algo inscrito en la Constitución.
Los retumbos de una guerra comercial son aún mayores. Amenazó con que, a partir del 1.° de febrero, impondrá aranceles del 25 % a las importaciones de México y su otro vecino y tradicional aliado, Canadá; aumentará los de China “hasta un 100 %” si su gobierno no autoriza vender el 50 % de la aplicación digital TikTok a estadounidenses (ya antes había anunciado posibles incrementos cercanos al 60 %); y aplicará tarifas no especificadas a productos provenientes de la Unión Europea, a menos que sus países adquieran más petróleo estadounidense. Todo esto se añade a una orden general para examinar las relaciones comerciales y definir otras posibles medidas punitivas contra sus socios.
Con total desdén por el calentamiento global, la poco dinámica demanda mundial de hidrocarburos y sus bajos precios, prometió “perforar, nene, perforar” por más petróleo y gas natural. Además, retiró por segunda vez a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático, eliminó las medidas de Biden para reducir las emanaciones de gases de efecto invernadero en varias industrias y prometió que clausurará sus programas para estimular las compras de vehículos eléctricos fabricados en el país y expandir las energías limpias. Se trata de retrocesos no solo ambientales, sino económicos, porque amarrarán aún más a Estados Unidos a añejas tecnologías.
Como si lo anterior fuera poco, ordenó el retiro de la Organización Mundial de la Salud (que requerirá aprobación legislativa); el fin de los programas federales para promover diversidad e inclusión, y proteger la población transgénero; y otorgó privilegios de seguridad a varios nuevos funcionarios sin pasar por la revisión de agencias en la materia.
Muchas de estas medidas no podrán aplicarse con rapidez, o quizá hasta fracasen en los tribunales, pero una gran cantidad entrará en vigor de inmediato, y todas desafiarán aspectos básicos del Estado de derecho y otros pilares democráticos. Asimismo, causarán enormes disrupciones internacionales, comenzando por los aliados, contra los cuales, curiosamente, se dirigen muchas de ellas, y alentarán las pretensiones de dirigentes populistas autoritarios alrededor del mundo.
China y Rusia han de estar aplaudiendo al nuevo presidente. Con sus atrabiliarias decisiones, y otras que quizá vendrán, Trump debilitará lo que aún se mantiene vigente del orden liberal internacional y facilitará el camino para impulsar los intereses de ambas potencias rivales. Sobran razones para la preocupación ante la edad que se perfila.
