Un elevado porcentaje de aspirantes a ingresar en los colegios profesionales que exigen aprobar exámenes de incorporación fracasan en el intento. Algunos lo atribuyen al propósito de proteger el mercado de los colegiados limitando la competencia mediante pruebas dificilísimas de superar. La tentación existe y hay ejemplos del uso de la colegiación para cerrar el acceso al ejercicio profesional.
En el periodismo, la colegiación obligatoria limitó el ejercicio de un derecho humano fundamental hasta la opinión consultiva 05-85 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, hace ya 37 años. En la medicina, hay una constante polémica por la dificultad para cursar especialidades, incluso en áreas donde el país sufre faltante.
No obstante, la proliferación de universidades produce una avalancha de titulados con serias lagunas de conocimiento y esa realidad no puede ser ignorada. Profesiones como derecho, ingenierías, educación y medicina implican obvios riesgos en manos de practicantes mal formados. Es necesario un control de calidad suficiente para garantizar la idoneidad de los profesionales como se garantiza, hasta donde es posible, la capacidad del conductor de un vehículo para transitar por las carreteras.
La Comisión de Asuntos Jurídicos de la Asamblea Legislativa dictaminó favorablemente un proyecto de ley para resolver la primera preocupación con olvido de la segunda. El texto pone cortapisas a la facultad de los colegios profesionales para aplicar exámenes de incorporación y, en algunos casos, lo impide por completo.
Por ejemplo, los graduados de universidades con respaldo del Sistema Nacional de Acreditación de la Educación Superior (Sinaes) o por una agencia acreditadora reconocida por esa entidad quedarían eximidos de la prueba. La experiencia enseña que la sola acreditación de la universidad, aunque deseable, no garantiza la calidad de todos sus graduados y no hay motivo para incorporar a ninguno carente de las habilidades y conocimientos básicos. El examen de incorporación es un filtro adicional, conveniente por su aplicación uniforme a todos los aspirantes.
Por otro lado, la exención de los graduados de universidades acreditadas por el Sinaes discrimina a otras casas de enseñanza. Si el proyecto pretende justicia para los graduados, debe comenzar por tratarlos en igualdad de condiciones, sin favorecer a determinadas casas de estudio.
Asimismo, si el propósito es impedir la erección de barreras indebidas al ejercicio profesional, las garantías deben incorporarse a la redacción y aplicación de los exámenes propiamente dichos. El proyecto plantea la validación de las pruebas por un ente externo calificado para cumplir esa función. Esa previsión podría ser suficiente para hacer a un lado otras limitaciones contenidas en la iniciativa de ley.
Si los diputados tienen la intención de eliminar distorsiones en el mercado profesional, deben fijar la mirada en otra parte. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señaló, por ejemplo, los efectos de la tabla de honorarios de abogados y notarios sobre la competitividad. La entidad recomendó desregular esos honorarios, pero la idea debería extenderse a otras ocupaciones. No hace mucho, el Colegio de Médicos intentó modificar su tabla de honorarios con fuerte impacto en el costo de la medicina. Por otra parte, los especialistas en diversas ramas de esa ciencia nunca deberían decidir sobre la formación de colegas, y el país no debería negar a los jóvenes la oportunidad de graduarse en la especialidad de su preferencia mientras cumplan los requisitos preestablecidos.
Nuestro mercado profesional efectivamente adolece de elementos distorsionantes; sin embargo, las pruebas de incorporación no tienen que ser uno más. Por el contrario, bien empleadas, constituyen una necesidad apremiante. Las consecuencias de la falta de control ya son visibles y aumentarán a paso acelerado, salvo que se adopten previsiones básicas, existentes en todo el mundo.