Si estuviéramos en la década del 70, estaríamos pasándola mal. El precio del café está por los suelos, y si no fuera por el desarrollo de la caficultura y del país en las últimas décadas, sufríamos los bajos precios como en aquella época, cuando la bondad de la cosecha y de los precios internacionales se reflejaba inmediatamente en las calles y campos del país.
El café es un ejemplo de cuánto hemos cambiado y de la adaptación necesaria para vencer fuerzas ajenas a nuestro control. Cuando los países de África y el Sudeste Asiático se incorporaron a la producción mundial, Costa Rica, con sus elevadas cargas sociales y remuneraciones en comparación con Vietnam, para citar un ejemplo, enfrentó dificultades competitivas. Los productores de otras naciones obtenían significativas ganancias a precios apenas suficientes para el punto de equilibrio de la producción nacional.
En lugar de insistir en darnos de cabeza contra esas realidades y procurar subsidios u otras ventajas para apuntalar la producción local, entramos al mercado gourmet y nos lanzamos a competir con base en la calidad. El café costarricense recibe hoy un premio de $54,39 por quintal en comparación con el promedio de cotizaciones del año cafetalero en la Bolsa de Nueva York. La distancia entre los dos precios ha venido ensanchándose en los últimos años.
La diferencia opera como un colchón ahora que el precio internacional cayó, en setiembre, a $93,45, un 28 % menos en comparación con el inicio de año. La reinvención de la industria cafetalera local no solo guarda relación con la estratégica decisión de insistir en la producción con calidad. El cambio también tiene un fuerte componente de mercadeo, es decir, de convencer al mundo de las buenas razones existentes para pagar más por el producto nacional. Así, los caficultores locales se protegieron, hasta donde es posible, de los vaivenes del mercado internacional, azotado en este momento por las abundantes cosechas de los grandes productores, como Brasil, cuya debilitada moneda invita a venderlo todo, sin acumular inventarios.
Los estrategas y ejecutores de la evolución de la industria local merecen reconocimiento y son, también, dignos de estudio. En la transformación del café hay una lección para otros sectores y para el país en general. La creatividad y la voluntad de cambio pueden ser, a la larga, mejor que cualquier subsidio. A menudo, para sobrevivir es preciso reinventarse.
La tarea es compleja porque nunca puede darse por terminada. El premio por calidad no beneficia por igual a todos los exportadores y el sector reconoce la necesidad de mejorar la productividad. El colchón ofrecido por el premio a la calidad, por otra parte, no elimina la preocupación por la caída del precio internacional.
Como es evidente, hay una gran distancia entre la Costa Rica de hoy y aquella donde tenía sentido decir que el mejor ministro de Hacienda era una buena cosecha de café. En los setenta, no contábamos con el amplio sistema financiero de la actualidad y el turismo apenas constituía un proyecto. Don José Figueres Ferrer hablaba de una economía del postre, dependiente de café, azúcar y banano, además de carne.
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La transformación de la producción nacional y su modernización, atestiguada por el rápido crecimiento de los servicios, debe ser motivo de orgullo y reflexión, sobre todo en estos días, cuando acecha la desesperanza. El país sabe cambiar y adaptarse, como lo hizo la producción de café. La realidad exige hacerlo una vez más. Manos a la obra.