La mañana del pasado domingo la chispa se prendió en San Antonio de los Baños, al suroeste de La Habana. Centenares de habitantes se lanzaron a la calle para protestar por los interminables apagones eléctricos; la falta de alimentos, medicinas y combustible; por la virulencia con que están creciendo los contagios y muertes por covid-19; y por la incapacidad de las autoridades para hacer frente a la crisis. En esas tempranas horas parecía, o al menos así supuso el régimen, que sería un brote fácilmente controlable. Incluso, la cabeza de la dictadura cubana, Miguel Díaz-Canel, presidente del Gobierno y primer secretario del Partido Comunista, se trasladó a esa pequeña ciudad con el fin de aplacar la cólera popular. Pero se equivocó totalmente. Ya era demasiado tarde, y demasiado poco.
Cuando llegó, la protesta había crecido, se había convertido en erupción y adquirido un extensivo carácter plural. Con inusitada virulencia, de forma espontánea y gracias a las comunicaciones digitales, miles de cubanos se lanzaron a las calles de la cercana capital y decenas de otras ciudades y poblados de manera casi simultánea. A los reclamos contra el profundo deterioro económico, social y sanitario se unieron los gritos de «¡Libertad!», «¡Abajo la dictadura!» y «¡Patria y vida!», título de una canción protesta que se ha convertido en un himno reivindicador. Lo clamores sociales adquirieron así ímpetus de rebelión política.
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Nunca en la Cuba de la dictadura castrista, metamorfoseada ahora en una estructura más «institucional», pero igualmente inflexible, se había generado una erupción tan desesperada, profunda y amplia. El único antecedente fue el llamado maleconazo, cuando en agosto de 1994, en medio del «período especial» (eufemismo para el colapso económico a que condujo el fin de los subsidios soviéticos), centenares de cubanos se manifestaron contra el régimen en el malecón y barrios circundantes de La Habana. Pero fueron controlados rápidamente por el aparato represivo, más eficaz que el actual, y ahogado su efecto por el control total que entonces tenía el gobierno sobre las comunicaciones.
Ahora la situación fue distinta. Como entonces, el umbral del hambre ya ha sido pasado por amplios sectores de la población, víctimas de un catastrófico desabastecimiento y sin divisas para comprar en las tiendas especiales. Pero a estas carencias se unen ahora la aguda escasez de medicinas; la falta de combustibles para el transporte y la generación eléctrica; la ausencia de horizontes ante un colapso económico sin salida visible; la débil imagen del dictador de turno, más un burócrata disciplinado que un dirigente histórico; la inflación descontrolada producto de una unificación cambiaria necesaria, pero mal manejada; nuevas generaciones que han perdido el miedo y reclaman mínimas oportunidades y oxígeno social; un aparato represivo que se ha vuelto mucho más reactivo que preventivo; y un ecosistema de comunicaciones digitales y redes sociales que ha logrado superar las limitaciones impuestas por el poder.
Como si todo lo anterior fuera poco, la ola de contagios de covid-19, hasta hace poco relativamente controlados, y las hospitalizaciones y muertes resultantes, se han disparado con una rapidez aterradora y han puesto al borde del colapso el sistema de salud.
Todos estos factores, responsabilidad de un régimen vertical, carcomido, anquilosado, hipócrita, miope e inepto, que se mantiene de espaldas a los reclamos de la población, explica lo que ha ocurrido. El gastado recurso de atribuir al embargo comercial de Estados Unidos todos estos males, ya no cala en el imaginario colectivo. Los cubanos saben que ese embargo no impide a Cuba comerciar con el resto del mundo, que si no fuera por las remesas de familiares en Estados Unidos y su venta de alimentos al país (exentas de restricciones), la catástrofe sería aún peor, y que el desabastecimiento general es culpa de una economía quebrada por la ineficiencia y el afán de control oficial. Reformas elementales que impulsarían la producción no se han materializado, porque implicaría dar ciertas libertades a los campesinos, los emprendedores y los trabajadores, y, para Díaz-Canel y su cúpula, la prioridad es el control político.
Esta actitud se reflejó en la «comparecencia» por cadena nacional de televisión que el gobernante se vio obligado a hacer la tarde del domingo, en medio de las protestas, y en otra aparición durante la mañana del lunes. En ellas repitió la mentira conocida del embargo como culpable, no aceptó ninguna responsabilidad del régimen, calificó de «provocación» lo que era una verdadera erupción de enojo popular y tildó a sus participantes de traidores y hasta de delincuentes. En la primera, lejos de mostrar alguna flexibilidad o empatía, llamó a los «verdaderos» revolucionarios —léase turbas organizadas por el régimen— a lanzarse a la calle para controlar las protestas. A esas acciones violentas se añadieron las de la policía y las tropas de choque paramilitares, que golpearon y capturaron a manifestantes al por mayor. Y mientras esto ocurría, el servicio de internet, de por sí precario, fue suspendido.
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Con este «apagón» de las comunicaciones y la batida represiva aún vigente, es muy difícil saber qué está sucediendo en la Isla. No dudamos que, en lo inmediato, el régimen consiga contener esta virtual rebelión. Pero tampoco dudamos que la situación seguirá empeorando por la falta de voluntad y capacidad para atacar las causas del desabastecimiento y el colapso sanitario; menos aún, de reconocer los derechos ciudadanos elementales de los cubanos.
La perspectiva que se perfila es altamente preocupante. El país está al borde de una amplia crisis humanitaria, que la oficialidad no reconoce, pero el pueblo sufre sin cesar, a la que se suma un ímpetu de protesta masivo que había estado ahogado hasta ahora. Lo que sucedió el domingo indica que la paciencia se ha agotado y, con ella, el miedo. Esos hechos marcan un antes y un después en Cuba. Esperamos que este después sea positivo, pero nos tememos que, antes, podrá haber más sufrimiento y represión.