El Informe estado de la nación 2021 atribuye la dificultad para fraguar acuerdos políticos a la inestabilidad del gabinete y la Asamblea Legislativa. Hasta la fecha, el consejo de ministros ha perdido 26 miembros, la mayor parte debido al desgaste de gobernar en las difíciles circunstancias del período, marcado por la sorpresa del “hueco fiscal”, el esfuerzo para corregirlo, la larga huelga contra las medidas aprobadas por la Asamblea Legislativa y la pandemia.
En la Asamblea Legislativa, 12 de los 57 diputados se han declarado independientes, reconfigurando las bancadas de seis partidos políticos. Los tránsfugas son la quinta parte del Parlamento y, en conjunto, conformarían la segunda fracción más numerosa, detrás de la liberacionista. Las rupturas “alteran la distribución del poder y reconfiguran las alianzas legislativas, haciéndolas más inciertas y efímeras”, dice el informe citado.
Las consecuencias para la gobernabilidad son obvias y se manifiestan con fuerza a la hora de las decisiones difíciles, cuando se torna inevitable la afectación de intereses bien determinados.
Para los grupos de presión, es fácil encontrar aliados en un Congreso atomizado, donde los acuerdos igualmente dispersos no responden a tesis de partido. Pese a la reducción de las oportunidades de obstaculización luego de la reforma del reglamento legislativo, aprobada en el 2019, todavía existe la posibilidad de entorpecer el paso de legislación con solo un puñado de diputados.
Pero la fragmentación de la Asamblea Legislativa es un pecado de origen. Surge en las urnas. El Congreso elegido en el 2018 comenzó sus deliberaciones con siete fracciones y un diputado declarado independiente antes del primer día de la nueva legislatura.
Ningún partido se acercaba a la mayoría simple y la fracción de gobierno era la tercera en número, con poco más de un tercio de los votos requeridos para los 29. Pronto hubo una bancada más, la de Nueva República, y a partir de ahí siguió desgranándose la mazorca.
La responsabilidad, en su mayor parte, no es de los electores, sino de los partidos políticos, cuyo paulatino debilitamiento disuelve los lazos con la base electoral y también con los representantes electos.
La prueba está en la migración de candidatos entre partidos, los cascarones utilizados con fines exclusivamente electorales y las efímeras nuevas agrupaciones, algunas de ellas estacionadas a la vera de los procesos electorales en espera de un candidato medianamente viable.
La reforma política, en buena hora iniciada con la prohibición de la reelección indefinida en las alcaldías, debe continuar y el siguiente paso es el fortalecimiento de los partidos.
En las agrupaciones existentes, especialmente las más antiguas, es preciso recuperar el terreno perdido frente al empuje para imponer el localismo en detrimento de la vocación nacional.
Del Tribunal Supremo de Elecciones o del propio Congreso deberían nacer iniciativas para limitar la existencia de los “taxis” electorales sin programa y sin compromiso ideológico, cuya principal consecuencia es la dispersión, no el fortalecimiento de la representatividad, como falazmente se argumenta. Para demostrarlo, hay por lo menos una docena de partidos y candidatos presidenciales cuya existencia no pasa de la atiborrada y confusa papeleta que enfrentaremos los votantes en febrero.
Un partido político que no participe en un proceso electoral o lo haga sin lograr un mínimo respaldo de los electores no debería seguir inscrito. Al mismo tiempo, los requisitos de inscripción deben ser más rigurosos, sin llegar a constituirse en impedimento de la legítima participación.
No tardará en hacerse evidente la necesidad de reformar el sistema de elección de diputados, pero ese es un cambio más complejo, y los demás ajustes no pueden depender de él.