
La jornada de caos y violencia que vivió Río de Janeiro el pasado martes –con al menos 121 muertos, entre ellos cuatro agentes policiales; 113 detenidos y un despliegue de 2.500 efectivos– constituye una trágica confirmación de lo que advertimos en enero pasado en nuestro Informe de Riesgo Político América Latina 2025: el crimen organizado se ha convertido en la principal amenaza para la gobernanza democrática de la región.
El operativo tenía como objetivo capturar a Édgar Alves de Andrade, alias Doca, jefe del Comando Vermelho (CV), el segundo grupo criminal más poderoso de Brasil y el principal de Río de Janeiro. Sin embargo, lo que comenzó como una operación de contención derivó rápidamente en enfrentamientos de una violencia inédita, más propios de un conflicto armado que de una acción policial.
El propio Alves de Andrade logró escapar, y crece el temor de represalias. De momento, reina una tensa calma en la ciudad, con fuerte presencia policial en las calles y controles fronterizos reforzados con los países vecinos.
Se trató de la operación policial más grande en la historia de Río de Janeiro y, al mismo tiempo, de la peor masacre registrada en Brasil. El hecho fue duramente cuestionado por organismos de derechos humanos, que exigieron una investigación exhaustiva sobre la acción de las fuerzas de seguridad. La magnitud de la violencia se produce, además, a pocas semanas de la COP30, que Brasil organizará en Belém, bajo la mirada internacional.
En este contexto, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva tomó distancia del operativo, condenó la brutalidad policial, subrayó que su gobierno no había recibido ninguna solicitud de apoyo federal y recordó que la seguridad pública es competencia de los gobiernos de los estados. La controversia ha agudizado la tensión entre ambos niveles de gobierno y reabierto el debate sobre qué modelo de seguridad debe adoptar Brasil, una cuestión que promete ser central en la campaña de las elecciones de 2026, en las que Lula buscará su reelección.
Poderes paralelos
Pero el CV y su principal rival, el Primer Comando de la Capital (PCC), son apenas la punta del iceberg de una tendencia regional. En un número cada vez mayor de países de América Latina, el crimen organizado ya no es un fenómeno delictivo, sino político: controla territorios, dicta normas locales, imparte “justicia”, recauda “impuestos” (extorsiones) y sustituye al Estado en la provisión de orden, factores que revelan el grado de erosión del monopolio estatal de la fuerza en vastas zonas urbanas y rurales latinoamericanas. También evidencia la creciente capacidad de los grupos criminales para comportarse como “poderes paralelos” que compiten con las instituciones legítimas del Estado.
Estas bandas criminales combinan el narcotráfico, el contrabando de armas, la extorsión, el transporte ilegal, la trata de personas y, cada vez más, actividades de “gobernanza criminal”: mediación de conflictos, castigos, seguridad privada y control social. Consecuencia de todo ello, ya no se trata de grupos improvisados, sino de organizaciones que cuentan con una alta sofisticación militar y tecnológica, estructuras empresariales criminales con jerarquías, franquicias, sistemas contables y presencia transnacional.
Costa Rica, con una tasa de homicidios, en 2024, de 16,6 por 100.000 habitantes –las venganzas ligadas al tráfico de drogas representan el 70% de los asesinatos–no es inmune a esta amenaza (InSight Crime). Un reportaje de este medio publicado el 26 de octubre muestra cómo en el cantón de Guácimo, Limón, el Estado está cediendo control territorial al crimen organizado.

Altísima violencia interna
América Latina presenta un rasgo paradójico: combina bajísimo nivel de conflicto interestatal con altísimos niveles de violencia intraestatal. Según el informe ya citado de InSight Crime, 121.695 personas fueron asesinadas en 2024, lo que sitúa la tasa media de homicidios en torno a 20,2 por cada 100.000 habitantes, casi cuatro veces mayor que el promedio mundial (5,6 por 100.000 habitantes).
Esta violencia estructural no se explica únicamente por desigualdad o pobreza: responde también a una disputa directa por el control del territorio y de las rentas ilícitas, frente a Estados débiles, fragmentados o capturados por intereses ilegales.
Cuando un grupo criminal puede desafiar abiertamente al Estado con armamento pesado, coordinación táctica y capacidad de comunicación en tiempo real, estamos ante una amenaza política y estratégica, no ante delincuencia común, en la que la frontera entre seguridad pública y seguridad nacional se vuelve difusa.
Impactos negativos
El crimen organizado no solo amenaza la seguridad de los ciudadanos, sino también la gobernabilidad democrática, la competitividad económica y la imagen internacional de los países latinoamericanos. Socava, asimismo, la legitimidad del Estado al dejar a las comunidades más pobres en la desconfianza y el abandono; desgarra el tejido social, donde el miedo y la extorsión se vuelven parte de la rutina, y ahuyenta el turismo y la inversión, desviando recursos públicos hacia una seguridad reactiva en lugar de políticas de desarrollo. A ello se suma la creciente infiltración del dinero del narcotráfico en la política y las campañas electorales.
El resultado es un círculo vicioso de descomposición institucional: Estados que no controlan su territorio, policías infiltradas, sistemas judiciales amenazados y comunidades atrapadas entre la violencia y la impunidad. Una verdadera metástasis que, según estimaciones del BID, puede reducir el crecimiento económico de los países hasta en un 3,4%.
Ante una encrucijada
La tragedia de Río no es un hecho aislado, sino el reflejo de una amenaza que atraviesa toda América Latina: el crimen organizado como el principal riesgo político y la mayor amenaza a la gobernanza democrática. Hoy, el poder ya no se disputa únicamente en las urnas o dentro de las instituciones, sino también en las calles y barrios donde el Estado retrocede frente a mafias con control territorial, recursos ilimitados y creciente capacidad de cooptación institucional.
Las democracias latinoamericanas se encuentran ante una encrucijada histórica. O logran responder a esta amenaza con políticas integrales, eficaces y sostenidas –que articulen seguridad, inteligencia, justicia social e inclusión económica, bajo un respeto irrestricto a los derechos humanos y al Estado de derecho–, o la región continuará atrapada en un círculo vicioso de violencia urbana que corroe su legitimidad, fragmenta su tejido social y pone en serio riesgo su futuro democrático.
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Daniel Zovatto es director y editor de Radar Latam 360.