El huracán Otto nos dejó un legado lingüístico que, por lo visto, incorporaremos de manera definitiva a nuestra habla: la palabra afectación. Otrora, habríamos echado mano de vocablos como daños, estragos, destrucción, pérdidas, devastación, destrozos, asolamiento, desolación, ruina y mil otras opciones. Ahora, para referirnos a todo, invocamos el término afectación, lo cual es una muestra de afectación en la otra acepción de la palabra: cursilería, remilgo, melindres, rebuscamiento.
Hasta para un pinche corte de agua o un ínfimo apagón de luz corremos a invocar nuestra nueva, flamante adquisición lingüística: afectación. ¡Cielo santo, qué palabrón, qué sublime nuevo pimpollo en el inagotable florilegio de nuestra lengua! Aun para describir las secuelas de un vulgar resfrío, acudimos a nuestro juguetito nuevo: afectación.
Otros dos términos de los que nos hemos enamorado bobaliconamente: icónico y emblemático. Esto se lo debemos al fútbol, donde constantemente se califica de esta manera a los jugadores de un equipo concreto. Y, de ahí, hemos extrapolado los adjetivos a la totalidad de la cultura: ahora resulta que todo es “emblemático” o “icónico”.
Claro está, no tenemos los menores alumbres de la diferencia que, en la semiótica de la imagen, tiene un emblema de un ícono, así que usamos ambas palabras como si fuesen sinónimos, como entidades permutables. El costarricense manipula un acervo lingüístico tan raquítico, tan pobre, tan esmirriado, que no bien aprende por ahí una palabrilla más o menos bien sonante, corre a usarla y a abusar de ella, hasta erosionarla semánticamente, hasta charralearla y hacerla perder toda su original frescura.
Así que asegúrese usted, estimado lector, de ser “icónico” o “emblemático” de una u otra manera en su vida porque, de lo contrario, es como si usted no existiera.
Circunvalaciones lingüísticas. Los paramédicos que concurren al sitio donde hubo un accidente mortal y los periodistas que les hacen eco nos dicen que “la femenina murió a causa de una herida de bala en la extremidad inferior izquierda”. ¡Por el amor de Cristo, señores y señoras! ¿Cómo se puede ser tan afectado, tan artificioso? Una “femenina”, ¿no es simplemente una mujer? Y “la extremidad inferior izquierda”, ¿no es llanamente la pierna izquierda? ¿Con qué propósito hablamos de una “extremidad inferior izquierda” cuando para eso tenemos ya las perfectamente adecuadas palabras pierna izquierda? ¿Nos hace eso sentirnos más cultos, más formales, más sofisticados? Pues, entérense de que lo único que tales circunvalaciones lingüísticas producen es exhibir nuestra ignorancia, nuestra polada y nuestra menesterosidad lingüística.
Por ahí sale otro policía hablando de que en tal “operativo” participó “una unidad canina”. ¡Un viejo con un perro: en eso consiste su altisonante “unidad canina”, amigo! ¿Oyó usted bien? ¡Un viejo con un perro! Y la palabra “operativo”, por su parte, empezó a ponerse de moda a principios de los años ochenta. Hubo un tiempo durante el cual hasta emitir una multa por parquearse en zona amarilla era denominado “operativo”. Sonaba bien, la palabrilla operativo evoca algo dramático, vertiginoso, concertado, una de esas cosas que podríamos esperar de SWAT o de James Bond.
Pero falta lo peor, lo más ridículo, lo más rimbombante, lo más rebuscado, lo más grotesco, lo más absurdo, la más circunvoluta perífrasis jamás creada: “El masculino murió a causa de heridas incompatibles por la vida”. No, no, no: esto hay que repetirlo, hay que oírlo de nuevo. Aquí voy: “El masculino murió a causa de heridas incompatibles con la vida”. De nuevo: “El masculino” es simplemente un hombre. Y las “heridas incompatibles con la vida”… pues no sé ni que decir al respecto. ¿Será que hay heridas compatibles con la vida, esto es, heridas que contribuyen al mejoramiento de la salud y la plenitud de la vida? Y esas, ¿debemos cultivarlas asiduamente, en una especie de ritual gimnástico? Pero tal parece que hay otras, las malas, que son “incompatibles con la vida”. De esas, infiero, conviene abstenerse. ¿Se dan ustedes cuenta de la energía mental que demanda inventar una perífrasis, una construcción, un circunloquio tan alambicado como “heridas incompatibles con la vida”? ¡Para eso tenemos la expresión “heridas mortales”!
¡Ah, y casi se me olvida: la más reciente de nuestras gemas lingüísticas: referenciar (lamentable contaminación del campo léxico del fútbol)! Así que los costarricenses ya no “ven” ni “miran”: ¡ahora “referencian”! (el accidente fue causado porque el conductor del vehículo no “referenció” el carro que lo iba rayando por la izquierda).
De modo que hoy podemos con toda propiedad armar oraciones como: “La unidad canina referenció el cuerpo de la femenina con una herida incompatible con la vida en su extremidad inferior izquierda, generando afectación hacia todo el cuerpo”. ¡Cielo santo: en qué especie de animal vagamente parlante nos hemos convertido los costarricenses! ¡No se podría concebir un uso del lenguaje más pedante, cursi, pretencioso, absurdo y polo!
Pachucos. Que el costarricense tiene gravísimos problemas de lectoescritura es cosa que sabemos desde hace mucho. Problemas de comprensión lectora. Por consiguiente, su vocabulario se ha quedado atrofiado en aproximadamente quinientas palabras, de las cuales cien son pachucadas o poladas.
Nos hemos convertido en “pachulos”: híbridos a partes iguales entre pachucos y polos. La consecuencia de no cultivar el hábito de la lectura es que tampoco sabemos hablar, y menos aún redactar: formular lingüísticamente nuestros pensamientos de manera no digamos donosa —nadie está obligado a ser Ortega y Gasset—, sino simplemente inteligible, comprensible.
Y, de nuevo, consecuencia inevitable de lo anterior, hemos perdido la facultad de pensar. Porque se piensa desde las palabras, y quien no sabe manipular estas herramientas, estas unidades semánticas básicas de la comunicación, no puede sino pensar incorrectamente.
Como ya lo he dicho en otros escritos, hay clanes de chimpancés y colonias de delfines que movilizan códigos sígnicos más ricos que el costarricense promedio: tienen “lenguajes” más sofisticados que nosotros. Nos hemos hundido a un nivel subsimiesco y subcetáceo. Pronto entraremos en la categoría de dialecto, y luego comenzaremos a expresarnos con meras onomatopeyas: “¡Grrr!”, “¡ahhh”!, “¡huy!”, “¡pau pau”!, “¡cataplún!”, “¡jijijiji!”, “¡arggg!”, “¡zas!”, “¡pum!”… y de ahí involucionaremos a la Edad de Piedra, a un nuevo Neolítico. Seremos iletrados y analfabetos con computadora bajo el brazo: un insospechado avatar del Homo sapiens.
Apología de la sencillez. No le luce, al costarricense, carente como está de herramientas lingüísticas, andar creando innecesarias, disfónicas y pretenciosas perífrasis. Mejor se expresara sencilla, llanamente, con las cuantas palabritas que su diccionario mental es capaz de convocar. No le luce hacerse el “elegante”, jugar de erudito o de poeta parnasiano: se le sale la “pachuquez” hasta por los poros.
Como dijo alguna vez Confucio: “La corrupción de los pueblos comienza con la corrupción de su lenguaje”. Y ahí siguen sucediéndose los unos a los otros, los ministerios de educación: cada uno viene siempre anunciando con grandes fanfarrias una ambiciosísima reforma que, por supuesto, nunca llega. Como diría Lampedusa: “Hay que cambiarlo todo… para que todo siga igual”.
Somos un pueblo profundamente inculto, profundamente ignorante, un pueblo en el que ya no existen los libros, las librerías y las bibliotecas; un pueblo cuya clase adinerada se esponja en la vulgaridad, la ostentación, la pachuquería, la frivolidad; y cuya clase desposeída se debate en la miseria, la indignidad, la degradación, la tiniebla de un oscurantismo cada vez más opresivo.
Que Dios se apiade de este, mi pobre y amado país, que ha cometido el error de darles la espalda a la cultura y a los más preciados bienes de la historia, y que chapalea en el fango de la estulticia, la masificación y el descerebramiento. Ese es mi ruego, mi súplica: me sale del corazón, y es lo único que, tal cual yo veo las cosas, puedo hacer por mi gente.
El autor es pianista y escritor.