El escándalo de los sobresueldos del Poder Judicial ha tenido siquiera la virtud de poner momentáneamente de moda el nombre de Montesquieu en nuestro país.
El inmenso pensador, una de las cimas de la Aufklärung, es conocido por una obra fundamental de la teoría política: Del espíritu de las leyes, y otro opus no menos importante: Cartas persas. Nada menos que Durkheim considera a Montesquieu y Rousseau los creadores de la sociología. Del espíritu de las leyes es habitualmente mal citado como El espíritu de las leyes. La partícula “del” es crucial: sugiere que no se trata de un tratado cerrado, taxativo y definitivo, sino de un estudio abierto a posteriores consideraciones.
Es un libro de 550 páginas que todo el mundo menciona, pero nadie ha leído. La gente suele a lo sumo saber que el autor propone en él la división de los tres poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Montesquieu no inventa nada: se limita a observar y teorizar el dispositivo político de la Inglaterra de mediados del siglo XVIII, donde ya la división de poderes era una realidad. Aún más: un país tan alejado de las esferas intelectuales de Europa occidental como Polonia adoptó la división de poderes en 1791, y en ello fue pionero y visionario.
Pero urge señalar que Montesquieu concibió la división de poderes como una mera división de funciones, no como compartimentos estancos, sin injerencia alguna entre ellos. El legislativo, o Primer Poder de nuestra República, puede legislar sobre puntos que el ejecutivo está en capacidad de vetar. Otro tanto puede hacer el judicial.
El Talmud nos dice: “¡Ay de la generación que debe juzgar a sus jueces!”. Tal es, exactamente, el predicamento en que Costa Rica está empantanada al día de hoy. Cierto: las suntuarias pensiones de nuestros magistrados han quedado en muchos casos “reducidas” a ¢4,6 millones. Siguen siendo de lujo, pensiones de privilegio y, como tales, éticamente censurables. Aun cuando el asegurado cotizara un millón de colones al mes durante treinta años, la CCSS no le va a asignar jamás una pensión por encima del tope de ¢1,6 millones.
Así que las más gravadas, las más castigadas de las pensiones de nuestros magistrados siguen siendo inadmisiblemente onerosas. Un periodista de radio Monumental le preguntó a Fernando Cruz si no consideraba que tal diferencia era injusta. El interpelado se limitó a responder: “No sé… eso es algo que no le puedo responder en este momento”. No veo qué hay de problemático en la pregunta, la respuesta se cae de puro obvia y es rigurosamente inobjetable: ¡Por supuesto que se trata de una injusticia como el Aconcagua! ¿Qué más vueltas se le pueden dar a este asunto?
Lo más irritante es que esas pensiones, esos sobresueldos, esos pluses, esos incentivos, esos salarios de privilegio están siendo pagados con dinero público, con dinero del Estado. En suma, con nuestro dinero, el que nos ganamos trabajando ardua y honradamente. Es dinero de la ciudadanía, dinero obtenido en limpia y cotidiana lid.
Poder discrecional. El Poder Judicial ha venido creando alegremente toda suerte de “incentivos” y pluses salariales desde 1992. Con nociones jaladas del pelo, meros pretextos para el enriquecimiento propio. Pagos adicionales por “responsabilidad de ejercer la función judicial”, por “exclusividad policial”, por “disponibilidad del chofer del magistrado”, por el “índice de competitividad salarial”, por “incremento salarial a los puestos gerenciales”, que luego, en nombre de la “equidad intraplanilla”, se transformó en “base salarial”, y también por “regionalización en el Poder Judicial”.
Estas figuras jurídicas son meras ficciones, patrañas que hacen del Poder Judicial la institución adscrita al presupuesto nacional con los salarios más altos, con mayores incentivos, bonificaciones, porcentajes y rubros por concepto de dedicación exclusiva y carrera profesional. Un descomunal, amorfo parásito tentacular, lleno de ventosas que succionan los dineros del Estado: los suyos, estimado lector, como los míos propios.
El abuso no termina ahí: la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, el sistema de regulación del gasto público y la regla fiscal estipulan que los pluses salariales deberán ser rigurosamente sumas fijas, nominales, no porcentajes. Al autoasignarse pluses porcentuales anuales, el Poder Judicial crea una progresión geométrica y exponencial de sus emolumentos: al pasar los años, las cifras terminan por adquirir dimensiones gargantuescas, apabullantes.
El coeficiente de Gini, indicador económico que mide las diferencias salariales entre los diferentes estamentos de una sociedad dada, ubica a Costa Rica en el noveno peor lugar del mundo. Por supuesto que Haití, Zambia y Benín tienen un PIB muy inferior al nuestro, por supuesto que nosotros somos más ricos que ellos. Ellos se emparejan hacia abajo en la extrema miseria, en un nivel de subproletariado violatorio de todos los derechos humanos concebibles.
Costa Rica tiene un grado de diferencia, de polarización social mucho más grande que Zimbabue: la diferencia entre los asalariados de lujo y los meros asalariados de las clases media y baja son mucho más pronunciadas en nuestra “Suiza centroamericana”. Para que nos quede a todos claro: solo hay ocho países en el mundo con diferencias salariales más escandalosas que las que se observan en Costa Rica.
Nomenclatura a la carta. ¿Un plus porcentual por concepto de “responsabilidad de ejercer la función judicial”? ¡Caramba! ¿Cómo no se me había ocurrido tal subterfugio? En lo sucesivo, me autoasignaré un incremento salarial por “responsabilidad de ejercer la función pianística y literaria”. ¿Por qué no? ¡Ser pianista y escritor es cosa harto riesgosa, llena de peligros, de potenciales accidentes y toda suerte de desastres! ¡Que hagan lo mismo los respetabilísimos e indispensables ciudadanos encargados de recoger la basura de nuestras calles, los panaderos, los maestros, los taxistas, los lecheros, los albañiles, los zapateros!
Ahora, déjenme adivinar: no contentos con sus ¢4,6 millones de pensión, los magistrados intentarán descalificar al Legislativo, limitar su poder en materia tributaria. Esa será su línea de acción. ¡Cielo santo: cuánta codicia, qué emperrado aferramiento a los privilegios, qué retorcida noción de la justicia, qué irrespeto para la ciudadanía, qué angurria, qué glotonería salarial!
Mi pregunta de siempre, la inevitable, la que ya he formulado en anteriores comentarios: ¿Dónde están la vergüenza, la capacidad para el sonrojo, la dignidad y el honor? Han sido abolidos. Las palabras mismas serán un día borradas de los diccionarios. Solo desde el más cruento cinismo se puede proceder de esta manera. No entiendo, no entiendo… Yo en su lugar estaría escondido debajo de la cama de la vergüenza. Pero ellos siguen con su cruzada, actuando como una autocracia, de manera irónicamente ajurídica y alegal.
¡Ah, mi pobre país, mi pobre gente! ¡Cuántas vejaciones, cuántos abusos de poder, ese aguardiente que se sube a la cabeza y distorsiona completamente la percepción de la realidad! Porque ese es, en el fondo, el gran problema de nuestros magistrados.
Están completamente divorciados de nuestra realidad. Se han constituido en una especie de casta sacerdotal, de illuminati dotados de una sabiduría superior, de un estatus muy por encima del vulgus pecum. Un pueblo menos civilista y pacífico que el nuestro ya habría resuelto esto por la vía de la violencia. Pero no se confíen: también la tolerancia del costarricense ante la injusticia tiene su límite. Siento, intuyo, huelo en el aire el peligro… Ojalá me equivoque.
El autor es pianista y escritor.