La belleza despierta la codicia y es víctima de su propia atracción. Basta con analizar las guerras alrededor de Helena de Troya o la misma muerte de Marilyn Monroe, que marcó el punto final de una vida quemada por su propia llama. No se trata de culparlas ni de repetir los prejuicios, sino de entender cómo la belleza o la gracia viene con su propia desgracia. A la belleza la rodea la depredación, tanto de los otros como de sí misma, formando a su alrededor un torbellino de deseos de posesión y destrucción exquisito para el gusto. Antropofagia y autofagia, como si se tratara de un jugoso bistec recién servido en la mesa.
La belleza, por supuesto, no es solo desgracia de la mujer. Los hombres guapos también sufren esta gracia invertida, arriesgando sus afectos, su salud y sus vidas hasta la inmolación de sí mismos. Recordemos a James Dean y a tantos que corrieron deprisa, recordando la película de Saura, siempre en procura de una paz imposible.
Pero no solo los humanos sufren la desgracia de la gracia; también los cuerpos extensos con dimensión de territorios. Me refiero a los pedazos de paraíso que se han convertido en objetos de consumo de masas, como algunas maravillas del mundo o ciudades que han tenido que restringir el acceso a los turistas y cobrar incluso la entrada.
Pocos guardaparques
En Costa Rica no tenemos ciudades como Florencia, pero sí paraísos naturales que padecen esta desgracia, porque atraen no solo a quienes los admiran, como los turistas, sino también a la delincuencia. De los 51.100 kilómetros cuadrados que mide Costa Rica, un 26 % está dedicado a áreas protegidas, distribuidas en 169 zonas dedicadas exclusivamente a conservar la riqueza natural, equivalente a un 5 % de la diversidad del planeta. Áreas que son cuidadas por un número ridículo de guardaparques, insuficientes para la protección de este 26 % del territorio más bello de la nación.
¿Por qué se han desprotegido de esta manera los territorios que se muestran al turismo y al planeta entero? ¿Por qué dejar en abandono la belleza que nació para ser protegida y permitir que el vacío se llene con narcotráfico, haciendo que los turistas y científicos ya no puedan disfrutar de los bosques, los monitos y las cascadas de agua limpia?
Un ejemplo es la reserva del Parque Nacional Volcán Tenorio, que cuenta solo con seis funcionarios, según el plan de manejo que aparece en la página del Sinac del 2013. En lugar de aumentar, parece que el personal sigue disminuyendo. Ante esta precaria situación, se han presentado recursos de amparo que no han tenido una respuesta positiva, a pesar del incremento de la actividad delictiva en estas áreas.
La desprotección de las afamadas y, ¡oh, gran paradoja!, zonas protegidas también lo afirma la Contraloría General de la República, en su informe DFOE-AE-IF-16-2014, donde muestra una insuficiencia en el control y la protección de las áreas silvestres protegidas continentales. El informe señaló que 48 de las 128 áreas analizadas no cuentan con recursos materiales para cumplir con sus tareas de control y protección; mientras que en 27, los recursos solo alcanzan para ejecutar menos del 35 % de las acciones necesarias.
Un 26 % del territorio es protegido por solo 300 guardaparques con escasos equipos. Esto equivale a decir que un 26 % de las puertas están abiertas a la creación de narcoparques naturales, una versión estética y ética que parece ser un nuevo método “made in Costa Rica”, que se vale del abandono y la desprotección de la propia riqueza natural, que el Estado exporta como la joyita de la corona.
Naturaleza a su suerte
Pero digamos que no hay que pensar tan mal y que, por ingenuidad, se ha creído que la naturaleza, como una bella diosa antigua, se cuida sola. Era cuestión de pasar cinta roja por los lugares con un letrero que dijera “Prohibido el paso”, y sería suficiente para que la única visita fuera la del venado. Digamos que las zonas verdes tan admiradas se mantendrían por sí mismas, buenas y alejadas de todos los males de la cultura, bañadas únicamente por la luz de la luna.
Lo único que tendríamos que hacer sería poner una casetilla y cobrar una entrada para que pudieran ser admiradas en su magnitud salvaje. Pero semejante abandono solo es el resultado de que el Estado y la sociedad se han dormido en los laureles, sin percatarse de que el acecho es múltiple, terrorífico y armado.
Las caras de la depredación, múltiples e inesperadas, nos recuerdan al gran caballo de Troya, que venía con el regalo de un ejército en su interior. Porque lo que no está habitado, cuidado y vigilado en estos territorios es simplemente invadido, como ocurre en la propia naturaleza, donde la maleza invade y transforma los bosques. No por precaristas, no por finqueros, no por inmobiliarias, sino por algo más peligroso y subterráneo que se cuela como un hongo por debajo de la tierra, pudriendo a la gente, corrompiendo la cultura y tornando casi imposible la coexistencia pacífica. Un virus social, económico y cultural que no aparece en las fotos de los monitos en la palmera, pero que desnuda el abandono en que se tiene lo mejor del país.
¿Hay manera de frenar el abandono y el acecho con 50 guardaparques más? Me temo que cada vez el problema será mayor en la medida en que se consoliden las rutas del trasiego por esas zonas. Imágenes satelitales allí no sirven.
Bolsas de plástico negro tiradas en los parajes más bellos serán parte de lo que verán los excursionistas, o más bien, ya nadie verá nada porque todos evitarán pasar por allí, y la naturaleza, ahí sí, seguirá cuidándose a sí misma, salvaje y fuerte, entre lianas, casetillas abandonadas, luz de luna y caminos vigilados por ejércitos privados de carteles. Así, la belleza será finalmente devorada en el festín de su desgracia.
La autora es filósofa.