La política educativa enfrenta un ineludible doble problema estratégico. Por una parte, tiene que atender los graves efectos del apagón educativo y los rezagos históricos. Por otra, responder a nuevos desafíos como la inteligencia artificial y avanzar hacia una sociedad menos excluyente, más segura y con mayor competitividad y oportunidades para las nuevas generaciones.
Estas últimas deberán ser sumamente productivas para llevar sobre sus hombros el costo de sostener una población que aspira a altos estándares de desarrollo humano.
Ambos componentes están unidos, por lo cual tan equivocado es pensar que el país puede seguir desarrollándose arrastrando el lastre de no resolverlos como pensar que se puede atender uno sin considerar el otro.
La educación de óptima calidad es fundamental para resolver ese doble reto. Lamentablemente, nuestro sistema educativo experimenta la peor crisis de aprendizajes y gestión de los últimos 40 años, y la mayor contracción de inversión total y por habitante en lo que va del siglo.
El binomio necesidad-presupuesto se mueve en direcciones opuestas, afectando el acceso a un servicio educativo de calidad.
Avanzar hacia la sociedad que queremos y cumplir con las demandas del futuro solo será posible si el sistema educativo cuenta con recursos suficientes, objetivos estratégicos y mecanismos de seguimiento y evaluación que aseguren un uso eficiente de la inversión educativa.
La asignación del 8 % del PIB en la Constitución Política no fue una ocurrencia ni un “saludo a la bandera” como algunos, sin conocimiento histórico, afirman. Por el contrario, se quiso evitar que la educación quedara a merced de las decisiones arbitrarias de políticos y tecnócratas sin visión de futuro, o simplemente irresponsables. Fue una decisión consciente de los legisladores de la época para avanzar hacia la Costa Rica del futuro y no repetir malas decisiones de política pública que se tomaron en el siglo XX, de reducir significativamente la inversión en educación por debajo del 4 % del PIB.
Esta decisión tuvo como consecuencia dos décadas de desfinanciación educativa y una generación perdida condenada a empleos de mala calidad, cuya trayectoria laboral está ampliamente documentada en los Informes del Estado de la Nación.
La asignación del 8 % para educación es el acuerdo nacional más relevante que el país tomó para avanzar de manera gradual hacia la construcción de una política de estado en educación y recuperar la senda del desarrollo nacional, asegurando un financiamiento sostenido con vistas a impulsar temas estratégicos.
Otros países de la región, al igual que Costa Rica, apostaron por incrementar la inversión en educación: Chile pasó del 2,3 % en 1990 al 5,6 % en 2020; Ecuador y Perú hicieron aumentos sustanciales mediante acuerdos nacionales.
Fueron decisiones políticas significativas con el fin de priorizar la inversión social en educación en contextos nacionales caracterizados por recursos escasos, como fue la constante de los gobiernos de la región en los últimos 30 años, ante la ausencia de reformas fiscales de fondo.
En retrospectiva, puede reconocerse que este acuerdo nacional tuvo una arquitectura insuficiente: previó asegurar el financiamiento como condición indispensable para el acceso y la buena calidad del sistema educativo, pero no fijó metas ni estrategias para que los nuevos recursos fueran empleados de manera oportuna y eficiente. Tampoco un sistema de rendición de cuentas. En particular, no se anticiparon los cambios en la gestión del MEP.
Pero una cosa es reconocer las debilidades del acuerdo y emprender una vigorosa acción para remediarlas y otra, desconocerlo y volver a la época en que la educación estaba a merced de los políticos de turno.
Desgraciadamente, este último es el rumbo que el país parece haber tomado en la tercera década del siglo XXI. Cuando más necesitamos corregir las debilidades y desarrollar estrategias para el máximo cumplimiento del acuerdo nacional dentro de las difíciles condiciones fiscales, las jerarquías políticas se han decantado por lo fácil: utilizar la inversión educativa como variable de ajuste para obtener ciertos resultados fiscales a corto plazo.
Así, el presupuesto del 2025 es el más bajo de los últimos 10 años, y, al caer por debajo del 5 %, el cumplimiento de la norma constitucional quizás le tome al país entre 15 y 20 años. Es una situación que, de concretarse, marcará un punto de inflexión en el desarrollo actual y futuro.
Situación delicada
Las decisiones tomadas en los últimos años muestran tres grandes tendencias que se alimentan recíprocamente: primero, la reducción significativa del presupuesto en educación que amenaza el funcionamiento básico del sistema.
Segundo, una gran debilidad: la dispersión y poca eficiencia de recursos asignados debido a la falta de definición de prioridades en asuntos estratégicos por parte del ente rector.
Y, tercero, un alto riesgo: la tendencia a la insostenibilidad de la inversión educativa que impide avanzar con la celeridad y la urgencia que se requiere.
Los principales argumentos para justificar la “ruta de deterioro de la educación” se amparan en la regla fiscal, la necesidad de pagar los intereses de la deuda y la máxima de que se puede hacer más con menos.
En relación con la regla fiscal, sabemos que es una norma que desacelera el gasto público, pero no le impide al gobierno establecer prioridades en la asignación de la inversión, y, sobre todo, prever rutas para recuperar la inversión a lo largo del tiempo.
No hay nada más político que un presupuesto. Es decisión de cada administración decidir dónde pone las prioridades y fijar objetivos estratégicos. Las tendencias muestran que el sector educativo dejó de ser una prioridad gubernamental en momentos en que la corriente mundial es más bien mejorar el financiamiento de la educación.
Los países con resultados exitosos en educación no solo aumentaron y dieron sostenibilidad a la inversión en educación, sino que, al mismo tiempo, definieron objetivos estratégicos y tomaron acciones para garantizar el uso eficiente y eficaz de los recursos.
Chile, Brasil, Ecuador y Perú ofrecen ejemplos abundantes: crearon sistemas de evaluación independientes y robustos; promovieron una gestión por resultados y mejoraron los recursos humanos de los ministerios de educación en materia de planificación, manejo de presupuesto y sistemas de información y monitoreo; establecieron compromisos de desempeño en materia de calidad y logro de aprendizajes en áreas claves como lectura y matemáticas.
El problema de Costa Rica es que se han reducido los recursos y, a la vez, no se cuenta con una política educativa con prioridades estratégicas. Una situación difícil de comprender cuando el Informe del Estado de la Educación documenta ampliamente algunas prioridades para ser consideradas por los gobiernos de turno, entre ellas, la creación del sistema nacional de macroevaluación; el plan de nivelación de aprendizajes en áreas básicas como español y matemáticas; la mejora en la contratación de los docentes en servicio que asegure idoneidad; una estrategia de desarrollo profesional docente y una red educativa conectada con docentes poseedores de competencias digitales avanzadas; el cumplimiento del currículo completo en más del 70 % de las escuelas; la reducción de las desigualdades entre modalidades educativas, entre otras.
Son prioridades que el Estado de la Educación ha venido cuantificado y que con voluntad política se pueden financiar sin que implique un desplome de las finanzas públicas o dejar de apoyar la salud, la seguridad y la cultura.
El argumento de que para atender el 8 % sería necesario subir el IVA al 23 % no es de recibo. Es efectista y basado en una simple ecuación aritmética.
Con esto se evade responder el problema de fondo: ¿cuál es la ruta con la que el país se compromete a cumplir en los próximos años el acuerdo nacional plasmado en la Constitución?
En vez de buscar soluciones, se reniega del acuerdo. Una alternativa es plantearse una estrategia distinta y realista, basada en la definición de un sendero para recuperar progresivamente la inversión en educación asociada a objetivos y métricas definidas con los actores educativos.
Este abordaje alternativo tendría ventajas: evitaría entregar “cheques en blanco”, como en el pasado, sin compromisos con los resultados educativos, y mantendría la barrera contra políticos irresponsables que traten de usar la inversión educativa como variable de ajuste fiscal. En resumen, obliga al estado a financiar al sistema educativo y a este a usar bien la plata.
Contrato social
Las investigaciones del Programa Estado de la Nación muestran que sin la inversión la desigualdad sería mayor. La ampliación de las desigualdades educativas, que puede darse por una reducción indiscriminada de la inversión, debe ser de particular atención, ya que, como lo confirma la investigación, “las brechas de acceso a la educación, logros educativos y aprendizajes efectivos pueden ser consideradas la madre de todas las brechas porque perpetúan las desigualdades en ingresos, calidad del trabajo y acceso al bienestar a lo largo de la propia vida de las personas como de una generación a la siguiente”.
Dar a la educación el lugar que merece es el principal acto de resistencia a la reproducción de las desigualdades sociales. Por eso, la mejora fiscal no puede darse a costa de las oportunidades educativas de la población. Al contrario, que los alumnos aprendan en condiciones favorables aprendizajes significativos debe ser una prioridad nacional.
El peor escenario es reducir la inversión en educación, hacerla insostenible y, al mismo tiempo, no aprobar las reformas y mejoras que se requieren. De no revertirse esta ruta, el país se alejará aún más de los otros miembros de la OCDE en inversión per cápita y será cada vez más difícil mantener el funcionamiento mínimo de los centros educativos públicos; garantizar la retención de personal calificado y el progreso en cobertura, competitividad y reducción de los riesgos que los ciudadanos y la democracia enfrentan, como la pobreza, la violencia, el crimen organizado y la manipulación política de una población con una educación de inferior calidad.
isabelroman@estadonacion.or.cr
Isabel Román es coordinadora de investigación del Informe del Estado de la Educación.
