
En este espacio he escrito recientemente sobre el perjuicio de los teléfonos inteligentes y las redes sociales en la vida de los adolescentes. Sin embargo, esto no es exclusivo para los jóvenes; los adultos igualmente son seducidos por la sirena de las redes sociales, pero, en virtud de menos plasticidad cerebral y mayor madurez emocional, les producen menos daño, aunque no son, ni lejanamente, inofensivas.
En casi todos los idiomas, el sustantivo más frecuentemente usado es tiempo. Esto no nos debe extrañar porque el tiempo es la dimensión más valiosa de nuestras vidas, tanto así que lo usamos como sinónimo de vida, por ejemplo, cuando decimos “se le acabó el tiempo” en relación con alguien que está muriendo o murió.
Sin embargo, nos involucramos en una serie de actividades que nosotros mismos consideramos una pérdida de tiempo, pero las seguimos haciendo.
Si la dimensión de tiempo es inseparable de la noción de vida, al desperdiciar el tiempo, despilfarramos la vida.
Una de estas actividades, probablemente la más popular en nuestros días, es el contacto que se mantiene con las redes sociales. Hay muchas personas que utilizan las redes sociales con moderación y de formas que pueden ser positivas, y algunas no las usan del todo. Sin embargo, cada vez más personas las consumen y por periodos más largos.
Lo que ocurre es que están diseñadas para fomentar el engagement, que, en términos sencillos, son estrategias ideadas para mantenernos “pegados” a cualquiera que sea la plataforma. La más efectiva hasta hoy es probablemente TikTok.
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El usuario promedio pasa unas 2,5 horas al día desplazándose en las redes sociales en modo “zombi” y dedica menos de dos segundos por contenido (meme, sitio, video) antes de quedarse ahí o pasar al siguiente. Si se quedara 30 segundos en cada contenido y pasara dos horas navegando, se expondría a 240 interacciones.
Este modo de estimulación tiene costos cognitivos considerables, porque debilita la atención, desensibiliza la percepción y perturba la memoria.
Todos hemos tenido la experiencia de ingresar a algún sitio para ver algo específico y, sin darnos cuenta, pasamos una cantidad excesiva de tiempo y no sabemos adónde se fue.
El desplazamiento digital compulsivo –muy parecido a la forma en que mi perra, Nala, zigzaguea de un sitio a otro en el parque el domingo, atraída por los olores de los desechos de otros perros– induce una especie de apagón mental. No en la forma en que lo causa el exceso de alcohol, sino en el sentido de que el tiempo desaparece sin nada que valga la pena recordar. El lunes, Nala no va a pensar: “Qué orinada más memorable la del domingo a las 9 a.m”.
La memoria se vuelve una nube rala de trivialidades, una suerte de demencia digital transitoria. Esto no es un resultado inesperado de las redes sociales; es su diseño.
Sean Parker, el primer presidente de Facebook, en una entrevista en el año 2017 expresó: “Cuando Facebook fue desarrollado, el objetivo era: ¿cómo le captamos (al usuario) el máximo posible de su tiempo y atención consciente?“.
He dedicado una buena parte de mi vida profesional a estudiar y tratar problemas de la atención; las personas que tienen alteraciones en la atención tienen también problemas de cronocepción, la capacidad para percibir el tiempo en forma objetiva.
La navegación irreflexiva dominada por algoritmos nos produce un trastorno de la atención, en parte porque nos distorsiona la cronocepción, al perder consciencia del presente y memoria del pasado.
Si ustedes intentan recordar qué fue lo que vieron en el último atracón digital, probablemente no lo lograrán. Esto es el resultado de manipular ciertos mecanismos neuropsicológicos en el sistema de atención y recompensa del cerebro, con el fin de que las personas pasen el máximo tiempo posible en la plataforma, sin propósito.
El efecto final de todos estos mecanismos para secuestrar la atención es que pasamos mucho tiempo en la red social, pero no lo percibimos en el presente, sino retrospectivamente, cuando el tiempo se fue; pasó. Entonces, literalmente, la vida se nos hace más corta porque transcurrió mucho tiempo, pero no lo percibimos, hasta que no lo podemos recuperar: tiempo perdido, vida malbaratada.
El río Leteo, en la mitología griega, tenía la propiedad de que quien bebiera de sus aguas perdía todos los recuerdos. Las redes sociales son una suerte de Leteo en el cual nos sumergimos voluntariamente.
Pero voluntariamente también podemos usar las redes sociales para nuestro bien, si lo hacemos con un propósito claramente definido que, en vez de amnesia, nos estimule la curiosidad y enriquezca la experiencia.
El sabio Borges, que no llegó a conocer las redes sociales, capturó esta idea en el soneto Al Vino: “Que otros en tu Leteo beban un triste olvido; yo busco en ti las fiestas del fervor compartido”.
lherrera@laclinica.cr
Luis Diego Herrera-Amighetti es psiquiatra, especialista en niños, adolescentes y salud pública, y miembro de número de la Academia Nacional de Medicina.