Nicoya. “Es una piedra de indio”, dice Magdalena Gómez mientras acomoda el metate de tres patas sobre la tabla del moledero. El rancho donde muele y tiene el hornillo de barro está a la par de la casa que le hizo su hijo Alberto.
Doña Galena, como se le conoce aquí, en Corralillo de Nicoya, tiene el sol guanacasteco marcado en cada arruga de su cara. Ella es una foto de la Nicoya que persiste entre los polvorientos caminos que dan al río Tempisque.
Un día antes participó en la Feria de la Tortilla, concurso regional que organiza el Colegio Técnico Profesional de Corralillo y que ella ganó por cuatro años consecutivos. Esta vez no ganó, pero eso no importa; igual se ganó el aplauso de los que llegaron a este pueblo enclavado entre cerros y llanuras.
Baja, menuda y tostada de piel, nos explica, con su voz aguda, los usos de la tortilla de maíz.
Los 85 años que lleva en la espalda no la doblan. Por el contrario, cada mañana se levanta todavía a oscuras para moler la masa y hacer las tortillas con que desayuna su hijo Mario, un hombre de 63 años que nunca dejó de ser un niño.
Este viernes, Mario habla poco. Llegaron temprano al centro de salud para que lo viera el dentista y le sacó una muela.
Aún así, Mario sonríe con el taco de algodón en la boca. Su hermano Alberto, que vive en la casa del lado con su esposa, le ayuda a doña Galena a cuidar de él.
“Dios me regaló solo estos dos hijos. Este Mario es lo más especial y Alberto (de 62 años) nos chinea. Yo adoro mis hijos, pero más él”, dice viendo a Mario.
Con 25 años de viuda, doña Galena se maneja solo acompañada por sus hijos y el pueblo de Corralillo. Como si todavía estuviera vivo, recuerda a Ulpiano Ruiz Rosales, su único novio en el tiempo en que el amor se alumbraba con candelas y se llegaba solo a caballo en medio de barriales de invierno y polvazales de verano.
Junta las manos y como si anduviera por allí, mezcla el pasado con el presente. “Él vive aquí, por Caballito”, un pueblo que queda de camino al Tempisque.
“El tenía bestia; llegaba a caballo”. Ulpiano había sido el agente policial de Corralillo y de ronda en ronda se enamoró de esa nicoyana menuda, quinceañera, que era Galena. “Seguro le caí muy bien”.
Pero ese es tiempo pasado. Ahora le quedan sus hijos y su Corralillo. Le duele que ya no se muela tanto como antes, que las chiquillas no quieran aprender y que “solo coman pan”. Aunque acepta que los tiempos han cambiado, espera que concursos como la Feria de la Tortilla mantengan vivas las raíces de su Nicoya de a caballo y maíz, de sol y guitarra.