Uno de los mayores riesgos que enfrentan las sociedades democráticas exitosas es, paradójicamente, el pecar de exceso de confianza y dar por sentadas las reglas y las dinámicas que adopta el ejercicio del poder y, particularmente, las que permiten la mediación entre los intereses individuales y los colectivos.
Ignorar que la calidad de la convivencia democrática depende de esas reglas, algunas constituidas en instituciones, pero otras no escritas y más dependientes del ethos de las personas, especialmente de aquellos que ejercen el poder, es un craso error con consecuencias terribles en todos los ámbitos.
Algo similar sucede con la división de poderes, no es una simple entelequia – un principio de filosofía política o de teoría del Estado – ni mucho menos muros inexpugnables que dividen compartimentos estancos, todo lo contrario, es algo vivo y un componente clave del ejercicio democrático.
Pues lo natural es que los poderes, con sus múltiples facetas y manifestaciones, estén en fricción y conflicto constante; y esta realidad debe aceptarse a la vez que se encuentran formas que eviten que dicha interacción ponga en peligro el tejido social y sobre todo la confianza en la equidad y la justicia dentro del pacto democrático.
Por esta razón, lo que viene aconteciendo en el país en los últimos años es cada vez más preocupante y peligroso.
Por una parte, algunos intereses han capturado instituciones y usan la autonomía y la división de poderes como argumentos espurios para evitar el rendir cuentas a las ciudadanías por ello.
Al hacerlo, puede que quizás logren proteger sus rentas económicas y sus cuotas de influencia y poder, pero destruyen la confianza en las instituciones y hacen un flaco favor a la gobernabilidad: autonomía y división de poderes no debería colocar a nadie en una torre de marfil que le aísle de la realidad de su entorno y menos de sus responsabilidades para con los otros, y que van mucho más allá de lo formal.
Ante este descontento, surgen los discursos populistas inescrupulosos. ¡Qué mejor manera para ganar una elección que apelar a la indignación y el cabreo de los votantes! Mensajes simples y vacíos de contenidos y propuestas irreales calan hondo en las conciencias de ciudadanos defraudados una y otra vez y son útiles para vender candidatos y ganar elecciones. Pero, tristemente, la historia no acaba acá.
El discurso populista no es simplemente una estrategia para ganar elecciones del costoso y cínico gurú de marketing político de moda, sino que busca algo más: pretende cambiar los balances de poder, pero no en beneficio de lo colectivo. El populista no es un vengador ni un Robin Hood bien intencionado o benevolente.
La historia latinoamericana está plagada de experiencias similares, no basta sólo con la pírrica victoria en las urnas, sino que el discurso polarizador y populista se mantiene aún en el poder, ya no con fines electorales, sino para procurar apoyos a cambios institucionales que, lejos de recuperar los espacios de gobernabilidad y convivencia democrática perdidos, buscan modificar los equilibrios entre instituciones y grupos – los pesos y contrapesos – y redistribuir el poder y perpetuarlo de acuerdo con sus intereses, por métodos que en su forma son legítimos, pero que esconden aviesas intenciones, muy lejos del bienestar común, tornándolos en el fondo ilegítimos.
Esta es la secuencia como agonizan – y han sido sepultadas – muchas democracias en este hemisferio en las últimas décadas. La única forma de evitarlo es construyendo una ética de la convivencia democrática que privilegie ciudadanías menos dóciles, pero a la vez críticas que se movilicen en función de principios y no disputas tribales o deseos de venganza y, sobre todo, élites e intereses, que actúen pensando más allá de sus ganancias pecuniarias y políticas de corto plazo y sean capaces de imaginar un futuro con los otros, por más distintos que sean, y no a costa de ellos.
Al final del día, no es difícil darse cuenta como, poco a poco, al igual que un puñado de arena se escurre fácilmente entre los dedos, las libertades y la convivencia democrática se van erosionando y, al final, no queda nada, ni siquiera las ganancias en los estados de resultados.