El combate de las disparidades de género —en todos los ámbitos imaginables: en los hogares, en la esfera pública y de lo político y, en los mercados— es, sin duda, uno de los retos más acuciantes que enfrentan las sociedades democráticas modernas.
Y paradójicamente, al igual que con muchas otras políticas públicas diseñadas para enfrentar retos colectivos que demandan acciones urgentes —por ejemplo, el cambio climático, las inequidades en todas sus versiones, la ausencia o cercenamiento de derechos y, por supuesto, los discursos de polarización y autoritarismo— las intervenciones en materia de equidad de género suelen terminar siendo vistas como posiciones culturales solo útiles para dividir y enfrentar electorados polarizados en manos de liderazgos manipuladores y sin escrúpulos.
También como costosas distorsiones que limitan libertades económicas o políticas (cuando en realidad de lo que se habla es de defender ganancias empresariales o cotos personales de poder).
Lo cierto es que además de constituir imperativos éticos y de justicia para sociedades que se supone se han construido y, se supondría, siguen haciéndolo sobre la base del acceso equitativo e irrestricto a las oportunidades, las políticas e intervenciones públicas en materia de equidad de género son, en realidad, fuentes que pueden generar crecimiento y desarrollo de mayor calidad.
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Por ejemplo, en países como Costa Rica, en donde el espacio de expansión que el bono demográfico ha quedado atrás y fue, mayormente desperdiciado, las oportunidades económicas, sociales y en bienestar asociadas con el propiciar una mejor y más justa integración de la población femenina —y en particular, de las que tienen responsabilidades maternales— al mercado de trabajo son fundamentales.

Las mujeres no solo enfrentan mayores obstáculos para ingresar al mercado laboral, sino que ya en él, experimentan más dificultades para emplearse que los hombres, acceden a empleos de inferior calidad, sus remuneraciones son menores, al igual que los espacios para alcanzar cargos de dirección, incluso en casos en que muestran, de lejos, mejores cualificaciones.
La evidencia parece sugerir que aspectos reproductivos y de la forma en cómo son estructuradas las relaciones familiares a partir de ellos tienen un peso determinante: la maternidad, la convivencia —o no— en pareja y la forma en que al interior de los hogares son distribuidas las cargas asociadas con ellas explicarían buena parte de las brechas.
Pero asegurar que más mujeres puedan acceder a empleos de calidad, en condiciones de equidad y justicia, requiere de intervenciones que corrijan desigualdades y barreras estructurales y no solo, como suelen reproducir algunos discursos simplistas, acciones que dinamicen la actividad económica general.
Se trata, más bien, de medidas específicas que combatan e incluso penalicen las diferencias injustificadas en las remuneraciones o que promuevan —incluso mediante acciones afirmativas como cuotas obligatorias o incentivos— el acceso de mujeres a los puestos de trabajo, incluyendo los de dirección y gobierno.
En el caso de los mercados de trabajo, son cruciales y urgentes las intervenciones que corrijan las brechas en las condiciones laborales relacionadas con la maternidad, como es el caso de las licencias pagadas, obligatorias e irrenunciables en el caso del nacimiento o adopción de hijos —tanto para mujeres como para hombres— y la provisión de servicios de cuido asequibles —incluso provistos sin costo— para las familias.
Acciones como estas permitirían no solo cerrar la injustificable penalización en materia de remuneraciones y de acceso a los puestos de trabajo que supone para las mujeres la maternidad; sino que, además, si son acompañadas de esfuerzos en materia educativa y de convivencia colectiva, contribuirían a construir en los hogares una visión más justa y equitativa en torno a las responsabilidades de mujeres y hombres relacionadas con el cuido en todas sus dimensiones, no solo económicas, sino sociales y psicológicas.
Urge superar las posturas antediluvianas que sostienen intereses egoístas y miopes —tanto económicos como políticos— y comprender de una vez por todas que avanzar en equidad de género en los mercados de trabajo no es solo un imperativo en términos de justicia, sino que una fuente de crecimiento y bienestar – presente y futuro – para esta sociedad.
No puede ser más desesperanzador hoy el descubrir, que lejos de preocuparnos y, sobre todo, ocuparnos por corregir, de una vez por todas, estas fuentes de inequidad y, en no pocos casos de pobreza inaceptable, más bien la incompetencia de la mano de intereses aviesos han permitido que se desmantele lo avanzado hasta hace muy poco con pueriles excusas como la de la incapacidad de financiarlas y, lo que es más grave, un discurso misógino y violento desde quienes temporalmente detentan —y otros muchos que pretenden hacerlo— el poder político.