Fiel a su estilo ruidoso, pero insustancial. El Poder Ejecutivo anunció, esta semana, un proyecto de ley para eliminar las denominadas “pensiones de lujo”.
Este es un caso más de cómo, desde el poder, quiénes hoy tienen la labor de gobernar, prefieren optar por el espectáculo que genera popularidad –y, de cuando en cuando, triunfos electorales– en lugar de resolver los problemas reales de las ciudadanías.
Primero, algunos hechos. Más allá de los temas legales y jurisdiccionales, debe tenerse presente que estos regímenes jubilatorios que entregaban desproporcionados –y claramente injustos e inequitativos– beneficios fueron cerrados en los años noventa (desde entonces, nadie más puede ingresar a ellos y beneficiarse de esos privilegios) y que, además, mucho más recientemente, quienes aún continúan recibiendo esas pensiones se les impusieron fuertes contribuciones especiales (impuestos) que, en algunos casos, las redujeron en alrededor de 50%.
Además, no son –desde la perspectiva fiscal– un problema significativo. Difícilmente puede atribuírseles ser la causa de los déficits presupuestarios y de la deuda gubernamental y, se trata, de un gasto cuyo crecimiento, además, ha sido contenido por las reformas de diciembre de 2018 y que, con el paso del tiempo, irá desapareciendo.
Poco importan los hechos o los problemas verdaderos, cuando lo que se quiere es, simplemente, aprovechar la indignación y el cabreo de las ciudadanías –que nadie podría pensar injustificados– con el fin de obtener popularidad, clickbaits o votos.
Para este tipo de liderazgos e intereses lo importante no es resolver los problemas o construir una sociedad mejor, lo que pretenden es el poder por el poder mismo, vacío de ética democrática pues se construye desde la polarización y el odio; con mentira y manipulación.

Si la intención fuese realmente gobernar pensando en enfrentar los problemas y en clave de mejorar el bienestar de las ciudadanías, en materia previsional un gobierno sensato hubiera utilizado su alta popularidad y, presuntamente alto capital político, en avanzar en reformas sustanciales en materias como una financiación –suficiente y menos distorsionante– de la seguridad social, un esquema de pensiones mínimas universales (y ajustar las no contributivas con el fin de eliminar la pobreza en los adultos mayores) sostenibles en el tiempo.
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Por supuesto, como esto no generaría réditos mediáticos o electorales, es preferible exhibir antiguos funcionarios públicos y políticos en un espectáculo semanal, que abrir los espacios de negociación necesarios para las reformas que realmente deberían importar.
Mientras no se restauren una visión de colectividad y una mínima ética democrática en los liderazgos políticos y sobre todo no se corrijan –o al menos se sea consciente de ellos– los incentivos perversos que se tienen hoy en los sistemas representativos y en los procesos electorales para construir muy pequeñas, pero suficientes para alcanzar el poder, mayorías basadas en la división, la confrontación y el odio, difícilmente se podrá avanzar en atender los problemas reales.
El tiempo seguirá pasando, las dificultades y el descontento aumentando y con ellos, la erosión y destrucción de la convivencia democrática continuarán hasta que el espejismo autoritario termine alejando las instituciones y sus políticas públicas de las personas y entregándolas con desvergüenza a ciertos intereses.
Como nunca, debería resonar lo dicho por Agustín de Hipona: “Para crear se necesitan siglos y gigantes, para destruir un enano y un segundo”.