Mientras el planeta entraba de lleno en la Segunda Guerra Mundial, en Costa Rica un grupo de mujeres se entrenaba para poner en escena una obra dramática (auto sacramental) de Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, como se le conoce.
Este imprescindible y prolífico dramaturgo del Siglo de Oro español es más conocido por sus comedias. Algunos de sus títulos nos resultan familiares: Fuenteovejuna, Peribáñez y el Comendador de Ocaña, El castigo sin venganza, El caballero de Olmedo, Las bizarrías de Belisa, La noche toledana… Su faceta como autor de autos sacramentales ha quedado un tanto relegada, posiblemente apantallado por su colega Calderón de la Barca, cuyas piezas de este género han sido más difundidas.
Los autos sacramentales, escritos en verso y rebosantes de alegorías, gozaron de amplio reconocimiento y aceptación en una época privilegiada, en la cual brilló una pléyade de grandes representantes de las letras españolas. Resulta evidente que mediante sus escenificaciones se pretendía difundir y reafirmar los dogmas del catolicismo, entre otros aspectos. Para algunos estudiosos, fue durante el reinado de Felipe III (1598-1621) que este género alcanzó su máximo esplendor y los autos sacramentales se convirtieron en una suerte de “institución pública”, debidamente normada.
Sirvan estas líneas generales para traer a las personas lectoras de hoy un acontecimiento teatral (aunque obviamente también religioso, como se comprenderá), que no debe perderse en los rincones del olvido, no solo por ser un hito en nuestro acontecer histórico-cultural, sino por al menos dos razones poderosas: una, haber sido protagonizado por mujeres, específicamente por un coro de niñas y un grupo de adultas que se propusieron realizar un evento con categoría y dar a conocer un género teatral suigéneris y poco conocido en el país, hasta esa fecha, 1939, y ¡cuidado si no tenemos que decir 2024!; y dos: por las exigencias actorales y de montaje de los autos sacramentales en general.
El jueves 26 de octubre de 1939 se anunció en la prensa, que la semana siguiente se presentaría en el Teatro Nacional El divino pastor (título con el que también es conocido el auto sacramental El pastor ingrato), de Lope de Vega. Los precios de entrada eran: luneta, palco y butaca, ¢1; palco de galería, ¢0.75; galería general, ¢0.50.
El estreno se llevó a cabo el 1.° de noviembre del año ya dicho, con un ambicioso programa: la primera parte incluía la participación de la orquesta del maestro Alcides Prado (no se especificó la pieza o piezas para abrir la noche); una presentación general de la velada confiada a Alejandro Salazar Herrera; el canto del Ave María de Gounod, a cargo de la señora Carmen Echeverría y el coro de las alumnas de la Escuela Vitalia Madrigal (¡asombroso, no!); la declamación de una poesía, que diría una persona cuyo nombre no figuró en el programa de mano; la participación del famoso “Cuadro Buenos Aires” y, finalmente, cerraba la orquesta del maestro Alcides Prado.
La segunda parte estaba reservada a la presentación del auto El pastor ingrato, precedida por una “documentada explicación” –como se reconoció públicamente– sobre los orígenes de los autos sacramentales, acerca del dramaturgo Lope de Vega y del título que se vería esa noche, a cargo de Flora Fernández Acuña, quien también estaba a cargo de la dirección de la obra.
El elenco lo conformaron: Flora Wille Trejos (el Pastor Bueno), Juan Guillermo Ortiz Guier (el Pastor Ingrato), Margarita Trejos Q., (la Locura), Yolanda Mora Güell (la Ambición), Betty Ramírez (la Pretensión), Olga Ramírez Conejo (la Riqueza), Irma Fernández Acuña (la Avaricia), Betty Penrod (el Amor Propio), Marina Araya Borge (la Ingratitud) y Álvaro Dobles Rodríguez (el Mundo). Como se observa, se había invitado a dos muchachos para hacer dos de los papeles masculinos. Había también un niño, pero no se dijo su nombre ni su personaje; por lo que habría que concluir –en principio– que era solamente figurante. Muchas otras personas que colaboraron quedaron en el anonimato: encargado de luces, escenografía, vestuario, maquillaje y peinados. Las fotografías del Archivo Histórico del Teatro Nacional dan cuenta de que el vestuario había sido cuidado; lo mismo que la escenografía requerida para la ambientación del auto.
Por un comentario publicado en la prensa (4 de noviembre de 1939), trascendió que las personas que tomaron parte en esta escenificación “demostraron sus aptitudes más allá de donde les permitía su condición de debutantes. Las dificultades que envolvía la representación de esta obra en verso y [su] género fueron vencidos con acierto, pues El pastor ingrato produjo la mejor impresión, apreciándose el esfuerzo del grupo que llegó más lejos (sic), manteniendo el interés del público”. Se indicó, además, que el vestuario estuvo ajustado a lo requerido por la obra y se hizo público el reconocimiento a Flora Fernández Acuña, como no era para menos.
Más allá de los alcances e intereses específicos del auto referido, perfectamente entendibles en un país donde los aspectos religiosos y particularmente los católicos, han sido parte de su cultura heredada, la escenificación de una pieza dramática como la que hemos referido, nos refuerza una hipótesis que en particular he venido sosteniendo: desde la segunda mitad de la década del treinta se empezó a observar una tendencia que apuntaba hacia el resurgimiento de grupos nacionales con evidentes pretensiones de impulsar representaciones teatrales en diferentes ámbitos y de ir creando un público conocedor y amante del teatro. La radio jugó un papel fundamental en este sentido.
Este impulso no perdió fuelle durante la década de los años 40, a pesar de dificultades políticas, económicas y sociales por las que atravesó el país; impulso que contribuyó a que las décadas de los 50 y 60 fueran particularmente prolíficas y conformaran una base suficientemente sólida para sustentar la bienaventurada década teatral del 70.