
Como teleadicta de hueso colorado, las ceremonias de premios de cine y televisión son parte de mis días sacros, absolutamente imperdibles por décadas y, en los últimos años, viviéndolas cada vez más a todo detalle e intensamente por la cercanía que nos confiere la tecnología de punta.
Y hasta donde recuerdo nunca había presenciado tal despliegue de emotividad como el visto el pasado domingo en el momento en que se leyó el nombre de Sylvester Stallone como el ganador, por primera vez, del Globo de Oro por la interpretación de Rocky Balboa y 39 años después de la primera vez que lo encarnó.
El filme se llama Creed y Stallone interpreta por sétima vez a Balboa, ahora como un excampeón de boxeo retirado que se convierte en el entrenador de Adonis Creed, hijo de su viejo rival, Apolo Creed.
A decir verdad, arqueé la ceja cuando trascendió, en diciembre, que el “botoxeado” actor, de casi 70 años, había sido nominado como Mejor Actor de Reparto contra verdaderos pesos pesados como Michael Shanon o Paul Dano.
Y no le puse más mente, ni siquiera cuando llegó el día y leyeron su nombre. Daba la impresión de que Stallone había logrado más que suficiente con la nominación, pues solo había aspirado a un Golden Globe cuando fue nominado por Rocky , la primera, en 1977.
En el mismo año compitió por dos Oscar (actor principal y guion original), pero al final se fue con las manos vacías y prácticamente, su nombre desapareció en adelante de las ceremonias de premiación.
O al menos, eso parecía. Las siguientes cuatro décadas Stallone se convirtió en una suerte de generador de “fuerza bruta” teñida de emociones extremas, de triunfalismo (barato, según los críticos más encopetados).
Como lo que hoy es ya un paralelismo de su vida con la de su icónico personaje, Stallone y Rocky triunfaron a la primera, luego se reinventaron una y otra y otra vez hasta envejecer juntos, despedazados en la lona muchas veces, pero con un ímpetu insospechado para levantarse otra vez. A la altura de Rocky IV o Rocky V , la crítica ya ni se esmeraba en destrozarlo: se daba por sentado que Stallone se había convertido en un remedo de sí mismo y que mejor haría en colgar los guantes con dignidad y retirarse.
Él desoyó las críticas. ¿Merecía el Globo de Oro realmente este año? Las ponencias van y vienen.
Pero lo que vimos el domingo pasado cuando se leyó el nombre de Sylvester Stallone como el ganador en su categoría, no lo habíamos visto nunca.
El auditorio entero se levantó espontáneamente. Las cámaras captaron los rostros de titanes absolutos del celuloide, con sus rostros encendidos por la emoción, algunos casi llorosos. Así estaban, entre otros (el video con la repetición está en YouTube) los mismos Shanon y Dano, dos de sus competidores, pero también Brad Pitt, Christian Bale, Will Smith, Jonah Hill, Eddie Redmayne, Leonardo DiCaprio, Denzel Washington, Steve Carrell, Julianne Moore... Y entonces el real legado universal de Sylvester Stallone nos cayó como un knockout .
Él y Rocky han estado ahí por décadas, nos vieron crecer y han ido envejeciendo con nosotros.
Todos hemos querido ser Rocky alguna vez y muchas otras no: su saga es una analogía misma de las vidas de muchos de nosotros, no importa a qué nos dediquemos o quienes seamos.
Solo unas horas después de aquel eclipsante momento, en la madrugada del lunes, el mundo de la música se desmoronaba junto con millones de almas ante el fallecimiento del ícono del rock David Bowie, quien, a diferencia de Sly , sí tuvo aplausos permanentes a lo largo de su extensa carrera.
La cercanía entre uno y otro evento me hizo pensar en lo que va a ocurrir cuando Sylvester Stallone y Rocky Balboa muerdan el polvo para no levantarse jamás. Y entonces entendí, mientras masticaba supuestos, lo que significaba aquella ovación de titanes repletos de galardones y gloria, todos frente a quien no ha ganado casi nada pero que, en realidad, lo ha ganado casi todo.
Sylvester y Rocky van más allá de la cultura pop. Todos somos un poco como ellos. Y eso no lo otorga ninguna estatuilla en el universo.
