Redacción
Una de las canciones del disco Purple Rain era tan sexi que provocó esa etiqueta de advertencia a los padres que pegan en los discos que contienen "lenguaje soez", o alguna de esas cosas que inventan para seguir arrinconando al sexo. Sin embargo, Prince (1958-2016) a lo largo de su carrera se negó a ocultar el erotismo, la pasión y la entrega amorosa. Darling Nikki, que hablaba de masturbación, era como cada álbum y sencillo de Prince Rogers Nelson: una oda al placer.
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Seductor y desvergonzado, se mantuvo al filo de la vulgaridad a lo largo de más tres décadas de carrera. En manos menos hábiles, letras explícitas y coqueteos con lo erótico caerían sin remedio, juzgadas como de mal gusto, pero Prince era un músico extraordinario y se sobrepuso finalmente a esos prejuicios. Eso se dice con frecuencia de muchísimos artistas, especialmente cuando se han ido, pero en el caso de Prince, es la sustancia misma de sus múltiples discos. En For You (1978) y Prince (1979), tocó cada uno de los 23 instrumentos de todas las canciones, que también compuso y produjo.
En sus discos más arriesgados, en los años 90 y principios de los 2000, las sonoridades que estallan en sus baladas y piezas bailables parecen provenir de instrumentos que solo él conocía. Moldeaba guitarras, teclados y percusiones a su antojo, así como su voz, conocida por su rango y maleabilidad. Su lascivia mezclaba géneros; la voracidad de sus letras es brutalmente amplia.
Tal aptitud para la transformación es más explícita en su vestuario y su comportamiento en escena. Como la gran mayoría de la música negra estadounidense, extrae lo profano de lo sagrado (la tradición gospel, base de todo lo que vendría) y trastoca la normalidad con su vulnerabilidad, su petulancia, su inescrutabilidad y su desvergüenza. Pasa en canciones como Little Red Corvette, un poema sobre un amorío de una noche: es ambivalente, penetrante, graciosa, vulnerable. ¿No me quieren negro? Pues tomen, aquí tienen, negro y "loca"; negro y artista; negro y dueño de mi destino, mi dinero y mis errores.
Ese rompimiento es fundamental. Cuando MTV empezó, los únicos artistas negros cuyos videos se transmitían eran los de Michael Jackson y los de Prince. Así fue por años. En la base de la actual predominancia de la cultura y música afroestadounidense están ellos dos, quienes forzaron al mainstream blanco (masculino, heterosexual y muchas veces machista) a abrirles sus plataformas. Ellos son parte de la gran grieta cultural en la sociedad estadounidense en los años 80; mejor, ellos adornaron de satín, lentejuelas y sudor esas heridas.
En un ensayo en Harper's Bazaar, Hilton Als dedica apasionados párrafos a la mirada de Prince. "Y uno piensa: ver dentro de los ojos de Prince debe ser como mirar al mundo. O, más específicamente, el mundo de un hombre negro amando a otro", dice.
"Antes de Prince, la música popular negra había estado limitada por su negritud, es decir su actitud fundamentalmente cristiana, teñida de blues y conservadora", opina Als, quien considera que, dada su habilidad "como de Dj" para mezclar los "impulsos homosexualistas y heterosexualistas" en sus primeros discos, es plausible pensar que Prince concebía la raza igualmente fluida. Bien apunta el ensayista que ya lo cantaba en Controversy, de 1982: "Simplemente no puedo creer / todas las cosas que dice la gente / Controversia / ¿Soy negro o blanco? / ¿Soy hetero o gay? / Controversia / (...) Algunas personas quieren morir / para poder ser libres".
Con los años, Prince fue refinando su música a la vez que atenuaba su extravagancia. En 1992, en el video de 7, destruye simbólicamente avatares de su figura; desde entonces, sus discos se volvieron más y más campos de juego muy personales, despreocupados por el éxito comercial y concentrados en hurgar dentro de sus espacios sonoros propios.
También se fue "heterosexualizando" en público, acercándose al misticismo y la espiritualidad, alejándose de la parafernalia de la industria musical. Curiosamente, se fue enfocando más en la interpretación que en la composición de canciones. A veces, tal era la distancia de aquel Prince exuberante que parecía otra persona. Pero volvía. Siempre volvía. Es su noli me tangere, como dice Jesús a María Magdalena cuando ella lo ve tras la resurrección: no se aferren, no me retengan.
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En nuestra era de cinismo, es fácil descartar a los iconoclastas de otra época. David Bowie, la primera Madonna, el Morrissey ochentero, el Lou Reed de clima sombrío: es fácil tomarlos como broma, considerarlos ligeros o reliquias de otra era.
Recuerdo que cuando empecé a escucharlos, entre el 2000 y el 2005, en MTV, que todavía significaba algo para la música, predominaban el optimismo noventero, la misoginia casual del rap pasteurizado, el reguetón criminal y muchas mujeres atadas de manos, limitadas por la industria. Aún en una entrevista reciente con El País, Prince cuestionó: "¿Cuando fue la última vez que te asustó alguien?".
No era una época de mucho riesgo –en el 2005, más o menos, ese elemento empezó a regresar al pop–. Pero en las maratones de clásicos encontré lo que no sabía que buscaba: una sensualidad que el artista hace propia, no expuesta para el mercado; una fluidez sin esfuerzo ni pretensión, un vistazo a lo que, muy pronto, la cultura pop extraería definitivamente del armario. "No soy un hombre / no soy una mujer / Soy algo que nunca entenderás", canta Prince en I Would Die 4 U.
En Tumblr, el artista de hip-hop y R&B Frank Ocean, abiertamente gay como pocos en su campo, celebró la actitud vanguardista de Prince. "Me hizo sentirme más cómodo con cómo me identifico sexualmente simplemente por su despliegue de libertad e irreverencia por ideas obviamente arcaicas como la conformidad de género", escribe. Prince, quien era heterosexual y tuvo dos esposas, se contoneaba en tacones por el mundo. Era hermoso.
Cuando murió David Bowie, lo consideré "nuestro espejo", capaz de reflejar cualquier cambio que sintiéramos por dentro. ¿Qué sería Prince, entonces, tan distante, tan impenetrable? Una celebración a lo que todos estábamos invitados, tal vez sin saberlo; un solo de guitarra irrefrenable; cualquier cosa o todas las cosas. Nada se compara con él. Descanse en fiesta.